sábado, 31 de marzo de 2007

ASÍ FUE, ASÍ PASÓ

No, estos no son los auténticos. Los auténticos los pondré cuando Jaime salga de su refugio calentito y se incorpore del todo a este jodío mundo. Si me deja Ana, que está por ver.

Cuando a las siete y veinte de la mañana del lunes sonó el teléfono y Ana me dijo que estaba ingresada desde las diez de la noche del domingo, pensé bueno, han querido pasarlo solos, es muy respetable; y me fuí para la clínica con los nervios correspondientes, jurando en el atasco mañanero de la M-40, convencida de que iba a llegar con los niños ya en el mundo. Pero me encontré a Ana, con una cara estupenda, repantingada en la cama, enchufada al monitor y sin más síntomas que un leve cosquilleo de cuando en cuando. Así pasó el día entero, a ratos con alguna contracción lejana, a ratos sin nada; cada vez que le quitaban las correas del monitor se levantaba y daba paseos por el pasillo para ver si se animaban los enanos. Pero nada, me fuí a casa sin nietos a las nueve de la noche.

El martes decidieron darles un empujón y sí, muy temprano la empezaron a preparar. Cuando llegué a las nueve ya le habían hecho todos los trámites previos y tenía puesto el goteo con la oxitocina para provocarle las contracciones. Marta me dijo que la famosa oxitocina es una hormona que, además de acelerar el parto, hace que la madre quiera a los hijos. Ahora lo entiendo, todo es cuestión de química. Lo que saben estos biólogos.

Ana, a los primeros dolores pidió la epidural, con lo que se quedó tan ricamente viendo en la tele a Federico Jiménez Losantos, que tiene bemoles para recibir a dos criaturitas inocentes, no me extraña que se resistieran a nacer. En el monitor aparecían los latidos de los dos chiquitines y los de Jaime, de vez en cuando nos daban un susto tremendo, no le gustaba nada que le metieran prisa con aquellas contracciones provocadas. La máquina empezaba a sonar con un pitido estridente y los dígitos que reflejaban su mínimo corazón se descontrolaban. Yo me movía entre mi propia angustia y la necesidad de aparentar calma para tranquilizar a mi hija. Al fin decidieron dejarla a su aire, con su oxitocina propia, que por lo visto era suficiente para traerlos al mundo y para quererlos a rabiar. Aparentemente las cosas iban muy despacio y, entre una y otra revisión, apenas avanzaban. Además, como por suerte ahora no se enteran de lo que vale un peine, yo veía la cara relajada de Ana y me hacía cuenta de que iba para largo. Pero cuando a las cuatro y media la miró la médica, dijo ¡que ya están aquí, nos vamos al paritorio!

Y se fueron. El paritorio es una especie de cámara acorazada, con unas puertas de acero de un palmo de gruesas tras las que desapareció la cama de Ana con Jesús a su lado, que le habían puesto una bata verde, un gorro y unas calzas. Yo me quedé sola, mirando aquellas puertas tremendas y asumiendo mi inexistencia. Apreté los brazos contra el pecho, como dándome a mi misma el abrazo que necesitaba y apoyé la frente en el cristal de la ventana con los ojos clavados en las matrículas de los coches de enfrente 5843...3179...2477. Quién sabe por qué, en los momentos cruciales me da por fijarme en las mayores tonterías -una mancha en la pared, un anuncio de la calle- y me di cuenta de que todas sumaban veinte, que cosa más rara. Entonces me empezaron a caer unos absurdos lagrimones, hechos de nervios, de miedo, de ansiedad y de impotencia. Fueron diez minutos, los que tardó en salir Jesús, informarme de que Carmen ya estaba aquí y volver a entrar, sin darme tiempo a preguntar ¿y Jaime? que era el que de verdad me preocupaba. Otros diez minutos en la ventana y salió un tío como un castillo vestido de verde que, mientras se desataba la mascarilla, me dijo todo bien, una campeona, el niño se queda ingresado porque es muy chiquitín. Y se largó pasillo adelante.

Algo por dentro me impedía estar contenta. Creo que, en mi fuero interno, esperaba un milagro y que el peso de Jaime alcanzara al menos el límite para no necesitar incubadora. Pero la matrona me informó de su tamaño inverosímil y me entró una congoja muy grande por este nieto diminuto que había nacido con ese nombre. Y pensé en Jaime, en el otro Jaime.

Me fuí a la habitación 209, desnuda sin la cama; como una autómata empecé a ordenarla: a retirar revistas llenas de fotos de recién nacidos famosos y sudokus a medio hacer, latas de coca-cola, bolsas de patatas vacías; los rastros de la espera.

Al poco rato trajeron a la chiquitina, que es una miniatura con una mata de pelo negro como la mora, mofletes sonrosado, morritos de mujer fatal y cara de pocos amigos. Yo esperaba que se pareciera a su madre que, aunque me esté mal el decirlo, era un bombón cuando nació -bueno, ahora también- pero no, es clavadita a su papi, que también es guapetón.

Y bueno, Ana llegó tiritando de frío, guapísima. Dos días en la clínica y a casa. Afortunadamente está como una rosa, que falta le hace. Tiene que repartirse entre Carmen y las visitas a Jaime. Los dos están decididos a comerse el mundo, por lo menos mientras el mundo se concentre en el pecho de su madre y en unos suculentos biberones. Carmen zampa todo lo que le echen y a Jaime, las enfermeras de la incubadora le llaman "el glotón". Así que es de esperar que pronto sean unos bebés rollizos y felices. Ana, las primeras veces que bajó a ver al niño, volvía a la habitación llorando y a mí se me partía el alma, pero ya está tranquila. Han sido unos días agridulces.

Yo, con mucha dignidad, cumplo mi papel que básicamente consiste en poner a la niña a echar el aire, cocinar un estofado, arreglar los papeles de la baja maternal y procurar no dar demasiado la lata, para no traspasar la fina línea que separa a una madre de una suegra. Eso sí, como mozo de cuerda no tengo precio. Ayer, yo solita cargué con seis centros de flores, una maleta, un neceser y un número indeterminado de bolsas de la clínica a casa de Ana, lo que me costó como cinco viajes cargada de la habitación al coche y del coche al piso.

Y estoy contenta de ver lo bien que se manejan. Jesús es un chico moderno, que está viviendo su paternidad intensamente, compartiendo responsabilidades al mismo nivel que Ana. Esto no debería ser noticia pero lo hago constar porque me parece un signo muy positivo de los tiempos
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