martes, 2 de enero de 2007

NIEBLA

El año terminó mal; el golpe bajo que se estaba mascando desde hace semanas llegó dentro de una furgoneta al aeropuerto de Barajas y nos robó el resquicio de esperanza al que algunos nos queríamos aferrar. Pero Madrid seguía con su traje de fiesta, las luces de paz cegaban los ojos y los petardos ahogaban la explosión.

Con esto y la noticia de que un ser humano había sido ahorcado por otros seres humanos, me fui a Sigüenza con mal cuerpo. No había vuelto desde el aniversario de Jaime, en septiembre. Hacía un día reluciente y frío, la gente estaba en la calle y todos se besaban sin parar. Yo también participé en este rito de felicitaciones, me tomé unos vinos y repartí besos a diestro y siniestro, con la sensación conocida de que cada vez pertenezco menos a este pueblo al que amo; una vez más sentí que me he quedado en tierra de nadie.

Después de comer me fui a dormir un poco. Vano intento; acababa de cerrar el libro y apagar la luz cuando un bombardeo de esemeses prefabricados cayó sobre mi movil. Unos graciosos, otros soeces, otros críticos -con ZP, claro- incluso los había que, en un alarde de mal gusto hacían bromas con lo de Sadam, y todos muestra de una pobreza intelectual preocupante; si no somos capaces de felicitar a los amigos con nuestras propias palabras, mal vamos. Alguien se está forrando con esta moda.

Cené en casa de mi ex, con mis dos hijos mayores, sus cónyuges y mis nietos. Mientras los mayores preparábamos una cena de escándalo, que parecía que no volveríamos a comer en los próximos tres meses, los niños saltaban en su litera como si fuera una cama elástica de feria; al mismo tiempo la televisión, entre risa y risa, daba imágenes del destrozo de la T4, un amasijo de escombros y ferralla entre los que se escondía la muerte, dos jóvenes que estaban aquí en Madrid en busca de un sueño; también nos enseñaba una manifestación con una pancarta clarificadora del ánimo conciliador de los participantes: ZETAP tú eres el terrorista. ¿Cómo van esas ostras?.

Al día siguiente Sigüenza estrenó el año envuelta en papel de regalo, velada de niebla. La Catedral hundía sus torres en un cielo turbio y la Alameda, silenciosa y desierta, era una alucinación algodonosa. Un placer caminar por el paseo y atravesar el velo mojado que se quedaba pegado en la cara y en el pelo.

Volví a Madrid dejando atrás la borrosa belleza de Sigüenza y el campo cubierto de bruma. La carretera, durante sesenta eternos kilómetros era un abismo espeso en el que mi coche pen
etraba a ciegas. Pasé miedo hasta que casi choco con un par de luces rojas a dos metros. Me coloqué detrás de ellas, decidida a seguirlas sin preguntar a dónde.

Me gustaría percibir un pálpito más optimista en este principio de año pero esto no pinta bien, mal que me pese.