sábado, 12 de mayo de 2007

UNA HISTORIA VULGAR

Los dos eran guapos, los dos eran jóvenes. Los dos eran de buena familia y habían venido a llevarse la vida por delante; todavía no sabían que la vida iba en serio.

Corrían los primeros 70. En España se adivinaban -¡por fin!- vientos de cambio. Ellos, desde su confortable refugio de niños bien, jugaban a revolucionarios. Nada muy comprometido: conciertos de Paco Ibáñez, de Serrat, de Lluis Llach y de Raimon con la cara al vent y los mecheros encendidos; alguna carrera delante de los grises sin demasiado peligro y fiestas progres con música de Janis Joplin -Me and Bobby Mc.Gee- mucho porro y algo de sexo, más reivindicativo que pasional. Era divertido, Joan Baez cantaba que nadie les iba a mover de aquel espacio de promesas y compromisos de juguete; el futuro no corría prisa, casi era mejor esperarlo que vivirlo.

Pero la vida les movió. Siguió su curso implacablemente sin pedirles opinión. La boda no fue nada revolucionaria: en La Concepción, de la calle de Goya, chaqué y tul ilusión, como debe ser. Todos los amigos progres se pusieron la corbata.

La vida empezó a ir en serio. A enseñar su cara más gris y más aburrida. Había que pagar una hipoteca, el recibo de la luz, del gas y del teléfono. Llenar la nevera y la gasolina del coche. La situación económica no era mala, pero ya no se podía gastar tan alegremente. Aunque siguieron con sus amigos, sus reuniones pseudopolíticas, sus fiestas, trufadas de inofensivos coqueteos. El hijo vino a encerrar en casa las ilusiones, algo confusas, algo dispersas. A separar el amor del atrezzo, a obligarles a centrarse en lo importante. La rutina fue borrando -sin prisa pero sin pausa- el espejismo de amor que entre los dos habían dibujado. Aquel sexo desenfadado y alegre, entre risas y vapores de alcohol y de maría, dejó paso al hoy no, cariño, que me duele la cabeza, al es que eres frígida, al esto no funciona. Al espeso silencio, espalda contra espalda. A comerse cada uno sus propias frustraciones a solas. El, pequeño empresario con aceptable cuenta de resultados, encontró una solución tan poco revolucionaria como liarse con su secretaria, una chica muy joven de Carabanchel, deslumbrada con aquel jefe tan guapo y tan colega que la invitaba a cenar a restaurantes caros. Al mismo tiempo, echaba al aire sus precoces y atractivas canas haciendo risas con unas y con otras. Ella volcó su decepción en su hijo y en su casa, y se construyó una vida tranquila y moderadamente feliz. En casa no había gritos, no había broncas. Eran dos personas educadas que cenaban en Nochebuena con la familia. Así pasaron unos cuántos años, en una urbanización burguesa -tenis y piscina- habitada por profesionales de clase media alta, en el noroeste de Madrid. Cuando el hijo alcanzó la adolescencia y ella la edad en que las hormonas gritan que están aquí, que alguien las haga caso, conoció a un profesor de gimnasia que le dió unas clases especiales para el cuerpo y para el alma y le hizo saber que no era frígida, que era una mujer viva y deseable, con un enorme potencial de ternura y de pasión guardado en el armario, entre las mantelerías de hilo y las sábanas perfumadas de su ajuar. Se enamoró. Como nunca hasta entonces. Dio rienda suelta a sus emociones adormecidas durante años, colmó sus carencias. Ardió. Levitó. Y, claro, fue entonces y no antes cuando el matrimonio se separó.

Pero la vida se siguió moviendo y aquella historia tan bonita y tan intensa también se fue al garete; se convirtió en un hermoso recuerdo que durante muchos años la hacía estremecer. Entonces recuperó con su marido una relación "civilizada". Físicamente separados, pero monetariamente unidos, cenaban juntos en Nochebuena y él comía en su casa los domingos para ver al chico. No firmaron nunca ningún papel de separación legal ni mucho menos de divorcio; en cambio ella sí firmó muchos papeles de diversos préstamos bancarios y líneas de crédito que él le ponía delante sin darle explicaciones y sin que ella se las pidiera. Ella no se enteraba de los enjuagues en los que él se metía y llevaba una existencia plácida sin que le faltara de ná. Consciente de su dependencia económica, nunca se volvió a plantear construirse una vida con otra pareja y, si llegó a sentir algún atisbo de amor, lo vivió de forma clandestina y sin querer implicarse ni hacer planes de futuro. Sabía que se quedaría sin ingresos.

Pero el negocio empezó a irse a pique, y las cifras de resultados disminuían al mismo ritmo que aumentaba la edad de los dos. Empezaron por vender el piso de la urbanización burguesa y ella se tuvo que ir a vivir de prestado. Luego, el adosado de la playa. Más tarde la empresa. El capital resultante de todas las ventas, lo engulleron quién sabe qué misteriosas deudas que tenían debajo la firma de mi amiga.

La secretaria de Carabanchel resultó ser una hormiguita que, tacita a tacita, se había hecho con un pequeño patrimonio. El ha debido pensar que ya era hora de sentar la cabeza y ahora sí ha querido firmar los papeles del divorcio. Se ha casado con ella. Por amor, naturalmente. Mi amiga, a estas alturas, tiene que construirse una vida desde lo más profundo de la nada.

Janis Joplin murió de sobredosis. El No nos moverán suena desde el pasado más ronco, más triste, más hueco, más inútil que cuando entonces.