lunes, 10 de diciembre de 2007

DÍAS ANDALUCES

Han sido días de vino y rosas, de escaqueo de la realidad y de mucha calma; de risas, de confidencias, de algún momento fronterizo entre la incertidumbre y el desasosiego, apoyada en Lola, sermoneada por Lola, consolada por Lola. ¡Lo que me ha aguantado Lola! La terraza de Lola ha sido el escenario de unos desayunos de lujo, largos y lentos, en pijama y con gafas oscuras para poder soportar el derroche de luz mediterránea que cada mañana nos cegaba los ojos y nos calentaba el alma. Días sin prisa, de mucha conversación y de afianzar una amistad relativamente joven -quince años no es nada en las edades que manejamos- pero cada día más profunda. Desde lo más alto de Carboneras he mirado a la ballena desperezarse por la mañana y acostarse temprano por la tarde, porque a las seis caía la noche de repente y parecía que se protegía del relente arrebujándose en un manto negro adornado con luces, para volver a surgir en todo su esplendor de amanecida, ribeteada de espuma, como una reina en medio de un mar plateado.

Esta ballena también me ha acompañado y también me ha tenido que aguantar algunas neuras con infinita paciencia. La mañana del lunes me senté sola en un banco del paseo marítimo, rumiando palabras como piedras, palabras como balas, palabras como caricias, palabras como cuerpos. Y quería tirar al mar todas las palabras que me hacían daño. Entonces hice un pacto de silencio con la ballena y le juré no decir nunca más lo que siento, quedarme callada eternamente para que mis palabras no se volvieran contra mí como un boomerang, golpeándome en ese lugar oscuro donde nace la rabia y el orgullo más destructivo. Ella me escuchaba con la indiferencia del que todo lo sabe porque lleva la vida entera escuchando tonterías. Y le hice una foto más, esta vez adornada con palmera.

Afortunadamente, mis neuras las interrumpió un senegalés que se acercó a pedirme un pitillo. Y no sé si además del pitillo me estaba pidiendo también un poco de compañía, el caso es que se quedó allí contándome que había llegado en patera a Fuerteventura hacía año y medio y que ahora se iba a Jaén a recoger la aceituna. Me cayó muy bien, básicamente porque me quitó doce años de una tacada, pues a los dos minutos me estaba preguntando la edad. Yo le dije que muchos, así sin concretar, y él, ya digo, me rebajó doce de un plumazo, con lo que no tuve más remedio que regalarle el paquete de tabaco entero y decirle que se sentara en el banco. También me preguntó mi nombre y se quedó repitiéndolo mil veces, como una salmodia. Luego me dijo que la edad no importa; según para qué, pensé yo, pero no se lo dije; para conseguir papeles cualquier edad es buena. Llegaron otros dos compatriotas, uno de los cuales estaba como para perder los papeles, empapelarle en celofán y llevárselo a casa, perdonad la frivolidad. Yo cogí mis bolsas y me fuí, y cuando se lo conté a Lola me regañó mucho porque dice que no se puede ir por la vida ligando con senegaleses. Ojalá le haya ido bien con la aceituna. Ojalá consiga papeles y ojalá se cumplan sus sueños.

En
mi anterior viaje a Carboneras os hablé de una casa muy curiosa que hay en el paseo marítimo, llena de leyendas en las paredes que proclaman una filosofía anticonsumista y en contra de esta absurda vida que llevamos y que me quedé con las ganas de conocer al personaje que la habitaba. Pues esta vez le hemos conocido, hemos visitado la casa por dentro, nos ha enseñado sus fotos y nos ha dado un master de austeridad por el morro. Es un anciano italiano, con unos ojos azules llenos de recuerdos, que se afincó allí en el sesenta, cuando no existía ninguna otra casa sobre lo que entonces era pura playa virgen; la casa más antigua de Carboneras, nos enseñó fotos que lo atestiguan. Actualmente es una mezcla de castillo de Drácula y casa ocupa -lo de castillo de Drácula lo digo porque hice una foto al espejo, poniéndome delante, y no salgo en él, no sé si me volví vampira por un momento- dónde guarda los objetos más insospechados, desde una olla exprés del siglo XVI, a unos garrafones vestidos con prendas íntimas femeninas. Es un artista multidisciplinar como Leonardo, que lo mismo pone bragas a una botella, que talla una escultura en un leño, que escribe un poema, que pinta un mural erótico. Nos enseñó fotos de un cementerio a cielo abierto que había encontrado en no sé qué desierto de la zona, donde los niños jugaban al fútbol con los cráneos cadavéricos. Nosotras, que somos unas cursis de mierda, estábamos estremecidas, pero a él le parecía muy "simpático", es el calificativo que utilizó para definirlo.

Después de esta experiencia tan intensa no nos quedaba más opción que emborracharnos, así que nos fuimos a Juan Mariano a ponernos hasta ahí mismo de vinito blanco de Rueda con atún a la plancha, tortilla de cebolletas y calamares, vacilando con Saíd, el camarero marroquí que tiene más peligro que un saco de bombas. Siesta en el sofá y hacer el jersey de Marcos por la tarde, en un ambiente de velas y sahumerios, que Lola es muy oriental. Al anochecer una vuelta, unas cañitas y a casa. Lola se ha hecho amiga de todo el pueblo, desde la ecuatoriana del locutorio hasta el camarero Saíd, pasando por el chino del bazar y el pescador del puerto. Esta mujer sabe defenderse de la soledad y dentro de un año será la reina de Carboneras. Así hasta el jueves y el viernes por la mañana me fuí.

Volví por la carretera de Andalucía y cada cartel era a la vez una promesa y un recuerdo. Me han dicho que en Granada las callejas del Albaicín suben hasta el séptimo cielo y todavía un poco más arriba. Me han dicho que el sol fuma porros refugiado en un rincón donde hay un bareto hippy. Me han dicho que la Alhambra entre brumas invade el corazón de una humedad cálida. Todo eso me han dicho de Granada. Y una gitana me anunció una vez que, aunque yo había sufrido mucho -era lista, la tía- iba a encontrar un hombre de durse que me haría feliz para siempre. Me costó cinco euros que me dijera esas cosas y yo creo que no me va a engañar, pero no me dijo cuándo; como tarde mucho se me pasa el arroz.