domingo, 24 de junio de 2007

HIJOS

Los hijos se van; más pronto que tarde llega un día en el que pasamos a ser sólo espectadores de sus vidas. Las miramos como a esas películas que nos encogen el corazón sentados en la butaca, sin poder avisar al protagonista de que a la vuelta de cualquier esquina le acecha el dolor. Tienen que vivir su propia historia y no sirve la experiencia de otros, ni los consejos; su vida es única e irrepetible, aunque se venga repitiendo en cada individuo desde el principio de los tiempos. No saben que todo está inventado, que son seres vulgares y les ocurren cosas parecidas a las de todo el mundo.

Y se van por ahí a pecho descubierto, con la mirada clara y su verdad por bandera. Uno se queda en casa viéndoles partir con el corazón encogido, mirando cómo doblan la esquina de todos los peligros sin poder evitarlo. Se llevan la mochila cargada de ilusiones, no necesitan nada más que amor para vivir. No saben que el amor puede ser dulce y amargo, estéril y fecundo, creativo y destructor, brutal y tierno, según soplen los vientos. Y, sobre todo, es frágil como el cristal más fino y requiere de un trato cuidadoso.

A veces vuelven con la mochila cargada de dudas y de miedos. Y uno sólo puede recibirles, vaciar el armario, hacerles esa cena que les gusta y llorar con sus lágrimas.

miércoles, 20 de junio de 2007

VERANO

...o duermo y dejo la puerta de mi habitación abierta por si acaso se te ocurre regresar.

Más raro fue aquel verano que no paró de nevar...
(Joaquín Sabina)

Mañana entra el verano oficialmente, al menos en esta mitad del mundo. Pero este verano viene frío y desapacible, ambiguo e indeciso como la vida misma, y deja una sensación de intemperie en el alma.

En casa hay un rincón cálido, donde no llegan las corrientes ni el granizo; ahí te estoy esperando para que reposes, para que seques la lluvia que te empapa los pies y la melena; te pongas ropa ancha y calcetines y juntos esperemos a que escampe. Las tormentas son bellas y traidoras. Se llevan por delante la sosegada realidad que edificamos despacio, poco a poco, día a día. Los relámpagos deslumbran la mirada y apagan el entorno. Eclipsan la luz de aquella lámpara que compramos juntos para nuestro rincón y dejan a oscuras el futuro. Los truenos ponen sordina a mis palabras, se estrellan contra su propio eco y tú no las escuchas. Y yo no sé si es lunes o martes o domingo.

Ven, vamos a mirar juntos el cielo anaranjado, que el olor de la tierra nos penetre y plantemos un árbol en el suelo mojado. Ven, que nuestras lágrimas se unan en un río transparente y alegre donde lavar las penas.

Ven, que vamos a esperar a que llegue el verano y el calor derrita los dolores. Te invitaré a un helado de limón y me beberé las gotas que derrame tu risa.

viernes, 15 de junio de 2007

30 AÑOS NO ES NADA (o sí) Confesión de parte.

Hace treinta años yo llevaba casi seis casada; tenía un niño que le faltaban nueve días para cumplir cinco y una niña que, seis días antes, había cumplido tres. Un puñado de ilusiones rotas, una situación familiar de imposible solución, un futuro sombrío y, todavía, una ilimitada capacidad de engañarme para tratar de vivir la vida que me había imaginado y no otra, sin mirar para los lados.

Parece mentira, pero en aquellos años en los que la política era el centro de la vida, yo no hablaba de política ni tenía ideas políticas. No fui a la universidad, donde se cocía la subversión, por lo que tampoco había vivido en ningún ambiente con inquietudes políticas ni sociales, jamás en el entorno de mi juventud hubo discusiones ni debates de ese tipo. Y si no, que me desmientan los que conmigo compartieron aquellos años. Todos procedíamos de familias similares y educados en el glorioso movimiento nacional. Yo sólo había recibido una versión de la historia; había nacido en una familia para la que Franco era el representante de Dios en la tierra, con mucho más derecho que el Papa de turno; de hecho, todos los que hubo entre Pío XII y Juan Pablo II, fueron criticados precisamente porque, en algún momento de su papado, cuestionaron al Caudillo. El Caudillo, así se le llamaba.

Comprendo que, visto desde hoy, es difícil de entender. Pero entonces yo no tenía conciencia de que vivía en un exótico país donde no se votaba. No tenía la necesidad de votar y me parecía que estaba muy bien que nos lo dieran todo hecho y que teníamos mucha suerte de que alguien como Franco decidiera por nosotros, pues indudablemente siempre decidiría lo que más nos conviniera. Ni siquiera me paré nunca a pensar que hubiera gente en desacuerdo con El, creía de verdad que éramos un país afortunado, que todos éramos felices gracias a El. El exilio lo percibía como una entelequia lejana, un invento de cuatro locos malvados. Por eso, cuando en los últimos coletazos del régimen se empezaron a percibir en la calle, primero murmullos y más tarde estruendos de protesta y en los paises de nuestro entorno surgieron manifestaciones contrarias, por ejemplo a las condenas a muerte del Proceso de Burgos, lo que todo aquello me producía era, más que nada, un inesperado estupor y cierta congoja. Cada insulto a Franco que escuchaba me hería como si insultaran a mi padre, a mis ancestros, a todo lo que yo era.

En mi casa de recien casada se quedaron a vivir los problemas, unos problemas que me envolvían, me ahogaban y no tenía cabeza ni cuerpo para ocuparme de otras cosas. Mi proyecto personal hacía aguas por los cuatro costados y yo me agarraba a los hijos como a tablas de salvación. Tuve dos más. Y la tan traída y llevada transición pasó por mi lado sin romperme ni mancharme. Por ejemplo la legalización del Partido Comunista, aquel sábado santo, me la contaron como una traición a la Patria sin precedentes. Sólo tres meses antes, unos pistoleros habían entrado en un despacho de abogados de la calle de Atocha y habían acribillado a tiros a cinco personas. Alguna voz se oyó justificando aquella matanza: horrible, pero es que eran comunistas. En mi memoria se confunden las fechas y los acontecimientos. Cuando me casé me fui a vivir a Canarias y empecé a conocer gente distinta. Recuerdo cómo me sobrecogió el comentario de un conocido al enterarse de no sé qué atentado de ETA: dijo, refiriéndose a la víctima y regodeándose de gusto: ¿no se llamará Carrero Blanco? Poco después la víctima se llamó Carrero Blanco y me estremecí con la imagen de aquel tipo.

Volvieron las vacas sagradas del rojerío en el exilio: Pasionaria, Carrillo, Alberti y volvió también a mis oídos aquella palabra trágica y altisonante: traición.

No voté en aquellas primeras elecciones democráticas. Alianza Popular, que así se llamaban los antepasados del actual PP, siempre me produjo repelús, renegando públicamente de la sangre de su sangre y alardeando de demócratas de toda la vida. Y votar a un partido de izquierdas era demasiado fuerte para una chica católica y de buena familia, aunque en algún recoveco de por dentro se me iban grabando las grandes palabras como justicia y libertad, que me empezaron a resultar más atractivas que patria y orden. Y votar a la representación abiertamente franquista, era como votar a Felipe II.

Con el paso de los años la vida, mi vida, se empeñó en seguir un curso distinto al que estaba programado. Perdí la batalla doméstica. La muerte de Jaime coincidió en el tiempo con el naufragio definitivo y con el definitivo cambio de escenario. Comprendí que España era mucho más grande que el barrio de Salamanca y que albergaba gentes de toda condición. Leí otras cosas, amplié mi círculo de amistades, me relacioné con individuos diferentes, con historias diferentes, con familiares represaliados, exiliados. Conocí a algunos de los otros y comprobé que eran personas como los demás, con los mismos anhelos íntimos que cualquiera pero, además, con una historia que se les había negado. Me pareció que en aquella tan ejemplar transición, hubo una parte de españoles cuyas renuncias fueron mucho más genorosas que las de la otra parte, sin negar que también las hicieran. Porque en aquel borrón y cuenta nueva, renunciaron a la memoria de los suyos, al reconocimiento de la razón histórica. Siguieron siendo los malos de la película a los que los buenos perdonaban sus desvaríos y les admitían en su casa.

En mi interior bullía un debate interno, entre mi historia y la realidad que estaba conociendo. Entre la verdad oficial que había aprendido y esa otra verdad oculta que estaba descubriendo. Y al mismo tiempo, un debate emocional, porque renegar de aquella verdad oficial era renegar de mis raíces. Era doloroso.

Después de la Constitución voté a la Unión de Centro Democrático, más por instinto que por otra cosa. La figura de Adolfo Suárez se agrandó enormemente. Creo que todavía hoy, que está perdido en la maraña de su memoria, tenemos pendiente un homenaje a su persona y a su trayectoria.

Cuando en el 82 ganó el Partido Socialista, todavía no me había atrevido a votarles, pero me sacudió un regocijo íntimo, casi pecaminoso. Les voté en las siguientes y en las siguientes hasta que no pude hacerlo en las del 96. La sombra de los GAL me impidió depositar la papeleta. La corrupción la quería justificar pensando que eran las personas, no el Partido, pero aquello fue demasiado fuerte; sin embargo tengo para mí que, lo que luego fuera el arma que les echó del poder, se hizo con la aquiescencia de todos. Y cuando digo todos, digo todos. Me volví a quedar en casa.

De lo que siguió después y de cual es mi posición actual, he dado cumplida cuenta en este blog; el príncipe de las Azores, en afortunadas palabras de Aguaamarga -como siempre, por otra parte- acabó de darme el último empujón para arrojarme en los brazos de ZP, hasta el punto de afiliarme. Y ahí estoy, deslumbrada con sus luces y abrumada con sus sombras.

martes, 12 de junio de 2007

BAUTIZO Y DEPORTES

Los muros románicos de la Iglesia de San Vicente guardaban un frío silencioso y un poco místico y Marcos se ponía de puntillas, asomado a la pila bautismal, preguntándose por qué duchaba a sus primos aquel señor que iba vestido tan raro, si ya los habíamos bañado y echado colonia en casa. Y Palomita, muy formal y con sus ojos azules muy abiertos, no salía de su asombro. Carmen y Jaime berreaban a coro como si estuvieran poseídos por Damien y la niña del exorcista, pasando de mano en mano como la falsa monea, sin que nadie consiguiera callarles. Hasta que D. Gerardo el cura intercaló entre sus rezos la fórmula mágica: ¡chico llorón, bocabajón! ¡Ponedlos boca abajo! -no dijo ¡coño!, pero seguro que lo pensó- Mano de santo, se ve que tiene práctica este cura; el caso es que los berridos se fueron atenuando poco a poco, hasta transformarse en unos suspiros calmos y, una vez que estuvieron en gracia de Dios, los niños se quedaron fritos. Con tanto sobresalto, D. Gerardo se equivocó y, cuando echaba el agua sobre la cabeza de Jaime, dijo yo te bautizo con el nombre de Carmen.
El campo de Sigüenza había cambiado el verde jugoso y húmedo de hace unas semanas por un vestido de estampado floral y multicolor. Los senderos habían desaparecido en medio de unas laderas salpicadas de amarillo, blanco, rojo, azul -la vereíta, mare, cuajá de yerba- Los cardos camuflaban sus espinas entre espuma morada. En la calle del Peso, un solar olvidado tras una tapia, aparecía alfombrado de amapolas de lado a lado. Lenta pero segura, había estallado la primavera.

Yo me encontraba absurda con zapatos de tacón por unos lugares donde siempre voy con alpargatas o con botas, según la estación del año, tan impropia y tan fuera de lugar que me daba un poco de vergüenza encontrarme a la gente, pero pasee a mis nietos por la Alameda antes de comer y presumí como un pavo real. Por los niños, no por los zapatos.

Durante la comida se portaron como corresponde a unos niños recién bautizados, y nos dejaron degustar cosas tan normales como gazpacho de fresas con mejillón y otros platos de esos que todo el mundo se hace en un momento para cenar, con una bandeja delante de la tele; ¿quién no se prepara unos chupachups de codorniz con cremoso de morcilla para ver House? Jaime y Carmen, en cambio, opinan que donde esté un buen biberon que nos dejemos de experimentos de la nouvelle cuisine. Y, lo que son las cosas, estaba yo tan tranquila con mi carpaccio de corzo cuando pasó por delante de la mesa Angel Acebes con una prima suya, rubia y jovencita, y se instaló en el comedor de al lado. Es que me persiguen los políticos. Mi hijo sugirió que le hiciéramos una foto para la próxima campaña, pero casi que no.

La sobremesa se prolongó con copas y fotos. Yo me hice una con los cuatro nietos, pero dentro de un mes me tendré que hacer otra, porque Almudena está llegando ya. Esto no hay quien lo pare. A media tarde reventó una tormenta de padre y muy señor mío y después volví a Madrid para ver el partido con Arturo y fue de mucha risa cuando el Español se ganó el maletín en el último minuto.

El domingo todavía rugían las motos en los oídos y ya nos emocionaba Rafa Nadal, ganando al dios Federer en París de la France, con todo el público franchute en contra. Menos mal que no me gusta el automovilismo, que una no da para más.

Por otra parte, en la política todo superbién, o sea.

viernes, 8 de junio de 2007

PERMANENTE

Eraso Guztien Gainetik, Orain Herria-Orain Bakea. Estas extrañas palabras quieren decir "Por encima de todos los ataques, ahora el pueblo, ahora la paz". Las dos pintadas aparecieron en Alsasua el 22 de marzo de 2006. Yo no he estado allí, no las he visto pero imagino que la de la derecha, a lo largo de este año se habrá desportillado, estará borrada y sucia, palabras sin sentido. La de la izquierda no; la de la izquierda está hecha con pintura permanente. La serpiente sigue, impertérrita, enroscándose en el hacha. Y es que las manchas de sangre se quitan fatal.

He buscado en el diccionario de la RAE la palabra "permanente", por si tenía un significado distinto al que le da el vulgo, a veces pasa; las palabras se deforman con el uso y acaban respondiendo a un concepto diferente del que les atribuyen los académicos. Aparte de "ondulación artificial del cabello", "permanente" quiere decir "que permanece". Obvio. Así que he ido otra vez al diccionario, a buscar "permanecer", quizá ahora signifique otra cosa; pero no, todavía significa "Mantenerse sin cambios en un mismo lugar, estado o condición". Algunos nos mantenemos sin cambios en el lugar de la esperanza, en estado de cabreo y con la condición de gilipollas. Sin embargo, otros se mantienen, también sin cambios, en el lugar del odio, en estado de falacia y con la condición de hijos de puta, con perdón de las sufridas profesionales del sexo. Estos últimos llevan cuarenta años jodiéndonos la vida -eso es permanecer y lo demás son tonterías- negando a todo un país su derecho a vivir, a amar, a disfrutar, a sufrir, a reír, a llorar, a tener hijos o a no tenerlos, sin otros sobresaltos que los que la vida trae de su natural, que serían más que suficientes. Una vez tras otra nos enseñan la zanahoria y, una vez tras otra, saltamos a cogerla como conejos hambrientos. Con este gobierno, con el anterior, con el que hubo antes y con el que haya por venir. Saltamos y saltaremos a coger la zanahoria cada vez que nos la enseñen porque estamos hambrientos.

Y mientras tanto aquí seguimos, pendientes del peso de de Juana Chaos como si fuera un bebé prematuro. De si come o si ayuna. De si pasea o se ducha con su novia, de si entra en la cárcel o si sale del hospital. Estoy de ese señor hasta el pico de la boina. O de la chapela.

Y mientras tanto, les damos publicidad gratuita a esos elementos. Ocupan las primeras planas, los telediarios, las tertulias. Son los reyes del mambo. ¿Es que no hay otra cosa de qué hablar en este país? ¡Ya está bien, por favor! Que los jueces hagan su trabajo, la policía el suyo, el gobierno el que le toca y la oposición...bueno, la oposición hará lo que le dé la gana, que eso también se está convirtiendo en permanente.

Pero me voy a callar, que tenemos que llevarnos bien. Por la unidad de los demócratas y eso. Y porque lo que fuera a decir ya lo ha escrito hoy, mucho mejor que yo,
Maruja Torres. Suscribo su columna de principio a fin. Sólo añadiría que hace falta morro para pedir elecciones generales en este momento. Yo no sabía que las gaviotas son aves carroñeras, siempre se aprende algo.

sábado, 2 de junio de 2007

OTRO TIPO DE REFLEXIONES


Dejé atrás las movidas políticas, las decepciones, las preguntas sin respuesta, las amarguras y me fui con Lola camino del sur. Hacía fresquito el martes por la mañana y el aire estaba cargado de promesas cálidas, de realidades placenteras que, kilómetro a kilométro, alejaban de mi mente las tensiones artificiales, prefabricadas, de la contienda electoral. Íbamos cantando, haciéndole los coros a la voz poderosa de Rocío, ¡ay, mi Rocío!, manojito de claveles; los campos alternaban las amapolas con las retamas, en un alarde de colorido patrio.

Llegamos a Carboneras hacia las cinco de la tarde, nos tomamos un tentempié reparador y después de ocupar la habitación, bajamos en picado a la playa. Me tiré en la arena y me dejé acariciar por el viento que, como un amante sabio, me despojaba despacio, con mucha delicadeza, de los años, de las penas, de la rutina, de los miedos, de las iras, y me iba quedando reducida sólo a carne, a la primaria emoción de los sentidos. Esa doble desnudez del primer día de playa, que expone las vergüenzas de la piel mortecina y pálida del invierno, pero que rejuvenece y purifica al mismo tiempo. Por delante de la isla de San Andrés que dormitaba como un enorme cetáceo, pasó una bandada de gaviotas en impecable formación de a uno y un poco más adelante se arremolinaron como si hubieran encontrado en su camino una barrera invisible para los ojos humanos.
Antes de cenar caminamos un poco, llegando hasta el puerto por el mini paseo marítimo; en primera línea hay una casita, siempre abierta, que en el dintel de la puerta luce el siguiente rótulo: ¡No corras! ¡Llegamos todos al mismo sitio! y por la pared otras frases que proclaman verdades de a puño, como que la búsqueda del dinero es una pérdida de tiempo. Todo un filósofo anónimo. No pudimos resistirnos a la tentación de asomarnos a mirar el interior y, entre velas encendidas y sahumerios diversos, vimos vasijas y máscaras africanas cubiertas de mugre, una máquina de coser antigüa y otra de escribir que podía ser una UNDERWOOD o algo parecido. También había libros cubiertos de polvo, pero ni rastro del propietario que me quedé con las ganas de conocer.

Cenamos un pescado estupendo en Juan Mariano, mirando a una inmensa luna llena suspendida sobre el mar y dispuesta a dejarse levantar las faldas, y tomamos unas copas en El Cortijo; entraron unos tipos con ganas de vacilar que resultaron ser el alcalde, que repetía triunfo electoral, y el arquitecto municipal. Lola aprovechó para plantearles los problemas de su calle y meterles prisa para su resolución. Hablamos de la polémica del famoso Algarrobico; por supuesto que están en contra de la demolición, por los puestos de trabajo que supondrá para la población de la zona. Yo pensé que casi nada es blanco ni negro y no me siento capacitada para posicionarme, sobre todo viendo el destrozo que han causado la central térmica, la desaladora y la cementera que sientan sus reales en la mismísima Puntica, con un impacto paisajístico y medioambiental mucho peor que el del Hotel y que, sin embargo, nadie pone en cuestión.

Al día siguiente me levanté con ganas de desayunar al sol y de comprarme un sombrero de colores, imposible ponérmelo porque se lo llevaba el viento. Después de que Lola hiciera unas gestiones en el Ayuntamiento -ahora sin copas y sin vacile- nos encaminam
os a la Playa de los Muertos. El panorama desde la Mesa Roldán es de una belleza que abruma. Los montes escarpados, el abrupto barranco, austero y seco, cuajado de plantas punzantes y a la defensiva; el color impreciso de la tierra y abajo, en el fondo del abismo, la playa blanca y el mar azul cobalto como una recompensa que había que ganarse. Merecía la pena despeñarse y nos lanzamos a la aventura del descenso. Alcanzamos el paraíso. Un paraíso hecho de diminutas piedrecitas de colores imposibles: cinabrio, ambar, verdes, moradas, blancas translúcidas, negras veteadas, a las que el agua limpísima arrancaba brillos escondidos. Las plantas de mis pies urbanitas acabaron desolladas de caminar por encima de aquellas joyas, que sonaban al pisarlas como si se carcajearan de mí. Me dolían terriblemente y luego, cuando pude mirármelas, ví que estaban rojas como la lumbre y por la mañana tenía dos hematomas ardientes. Pero era tan deslumbrante la luz, tan infinito el azul y tan cambiante -desde el turquesa de la orilla al azulón del horizonte, uniéndose al pastel del cielo- que era imposible detenerse en esas nimiedades. Sólo nos habíamos llevado fruta y a media tarde, hambrientas y exhaustas después de escalar el monte, nos fuimos a Agua Amarga a que, por caridad cristiana, nos dieran algo de comer. Y, efectivamente por caridad cristiana, nos prepararon una magnífica ensalada que nos tomamos con unas cervezas en un chiringuito delicioso de la playa. Allí nos quedamos tiradas hasta el anochecer, dando un repaso a nuestras vidas y a todas las vicisitudes a las que ha sobrevivido nuestra amistad durante quince años, que no son tantos pero sí muy auténticos. Pescado otra vez frente a la luna y copas, esta vez las dos solas.

Por la mañana desayuno al sol con Rambo a mis pies, el perrillo del hostal que es todo un carácter. Un canijo chuleta y respondón. Lola, que es muy perrera, se ganó un mordisco por intentar cogerle en brazos; sin embargo vino a sentarse a mi lado, que no le había hecho ni caso. Ya se sabe que hay que ser dura con los hombres.

Después carretera y manta hacia Madrid, por Mojácar, Garrucha y Vera, parándonos a contemplar el panorama desde lo alto y con las pilas cargadas.
No hace falta decir que me acordé de Aguaamarga todo el tiempo y me alegré de haber conocido estos lugares tan queridos para ella.