miércoles, 29 de agosto de 2007

CALMA CHICHA

Definitivamente este verano ha sido una engañifa; estamos terminando agosto y apenas hemos tenido una semana seguida de calor. Día tras día, el mapa del tiempo aparecía lleno de nubarrones y las temperaturas a duras penas llegaban a unos tibios veintitantos, salvo algún día suelto. Mientras tanto, el calendario ha ido corriendo y esta indecisión climatológica tiene el efecto de que las vacaciones no parezcan vacaciones y, sin comerlo ni beberlo, nos encontramos con que esto se acaba. Madrid apura las últimas boqueadas de relativa tranquilidad, todavía parece una ciudad en la que habita un número de personas con espacio suficiente para revolverse y no diez veces más, que son los que llegarán de aquí al domingo. Él tráfico está absurdamente fluido, en lugar del infernal colapso de siempre y la gente no sabe qué hacer con el tiempo que normalmente dedica a estar metido en el coche, jurando en arameo.

Por lo demás, reina una calma amenazante. Aunque ETA ha cometido un atentado y ha intentado otro, nadie ha echado la culpa a ZP, algo raro está pasando. Esto parece el duelo de los dos protagonistas de un western, cuando se miran a los ojos con la mano rozando la culata del revolver, sin que ninguno quiera ser el primero en sacarlo. El duelo está ahí mismo y los políticos saben que un error puede ser fatal; también saben que la memoria del electorado es frágil y el pasado importa muy poco, que todos los excesos de estos tres años y pico quedarán reducidos a unos recortes de prensa cubiertos de polvo en las hemerotecas. Además en estos días la muerte está chupando cámara y les roba el protagonismo. Paco Umbral se ha ido a hablar de su libro quién sabe a dónde, quién sabe con quién. Siempre me ha gustado este escritor inteligente e irónico, un poco perverso. Me gusta su estilo lacónico y directo, despojando al lenguaje de cualquier adorno superfluo; en cuanto a su persona y sus posiciones políticas no me gustan tanto, sobre todo porque hay demasiados umbrales en su biografía y demasiado oscuros. Emma Penella me resultaba simpática con su aspecto de maruja feliz, de madre de una esas familias muy numerosas en las que todo el mundo es bien recibido y nunca se sabe cuánta gente se va a sentar a la mesa. Y luego el estremecido estupor que deja este chico, Antonio Puerta, un futbolista que ha tenido que morir en el campo para que los no versados en el tema nos enteremos de que existía. Todavía no era una estrella del balón, todavía no había entrado en ese sórdido mercadeo, en esa trata de blancos y de negros en que se ha convertido el fútbol. Ya no le podrán vender. De todas formas la muerte individual, con nombre y apellidos, siempre es más lucida que la muerte colectiva y anónima que enterramos en la fosa común de una página del periódico.

El otro día me preguntaba una amiga por mis planes para el curso que empieza ahora y no tengo respuesta. No me apetece crearme obligaciones, más bien dimitir de las que tengo. Quiero dedicarme al dolce far niente, esta calma chicha me tiene desmotivada. Creo que me va la marcha.

sábado, 25 de agosto de 2007

SEXO, MENTIRAS Y PELIS

Me he puesto a escribir mientras se frien las patatas de la tortilla que intento hacer; es que tengo el apremiante deber de advertiros, antes de que saquéis las entradas, de que no vayáis a ver Caótica Ana, la última película de Julio Medem y destinéis los seis euros a mejor fin. Hasta ahora el cine de Medem -La ardilla roja, Lucía y el sexo, Los amantes del Círculo Polar, etc (no ví La pelota vasca)- siempre me había parecido dificilito y me dejaba la autoestima intelectual bastante deteriorada, con una cierta impresión de ser un poco cortita, de que mis meninges no alcanzaban a entender los profundos mensajes que encerraba. Con ésta en cambio, he llegado a la conclusión de que el director, o bien pertenece a una galaxia incomprensible para los humanos, o directamente nos toma el pelo. Mi interpretación, seguramente equivocada, se reduce a que la tal Ana es una chavalilla pintora, residual del movimiento hippy, que pretende pasar por la vida levitando, en plan feliciana, sin quererse enterar de lo que vale un peine. Pero no lo consigue porque se lo impide el personaje que interpreta una decrépita Charlotte Rampling, una oscura mujer que financia -no se sabe muy bien con qué intenciones- la supervivencia de un grupo de artistas jóvenes en una casa okupa y que se autodenomina "mecenas". Este extraño personaje obliga a la protagonista a someterse a sesiones de hipnosis que la trasladan a sus anteriores vidas, en las que siempre ha encarnado a mujeres horriblemente torturadas en el sentido físico y mental de la palabra. Así, nos mete en un recorrido psicológico con el que el director intenta generar polémica sobre cualquier tema, desde el conflicto saharaui, hasta el exterminio de las reservas indias americanas, pasando por un supuesto feminismo que se traduce en la progresista teoría de que las mujeres pueden salvar al mundo a través de la maternidad, engendrando hombres buenos, y con diálogos tan rompedores como "sólo seré tuya si estoy hipnotizada, despierta pertenezco a Saíd". Para terminar con una escena escatológica donde las haya, en la que la prota se alivia sobre la cara de un sosias de Donald Rumfseld -supongo que en un intento de simbolizar el NO A LA GUERRA- lo que provoca que la propine una brutal paliza, tras la que ella se queda paseando por las calles de Manhattan con una absurda sonrisa de felicidad y hecha un cristo. No sé cuál es la lectura que hay extraer aplicada a la violencia de género, quizá eso: que a pesar de que nos peguen, nosotras triunfaremos teniendo hijos sin parar. A todo esto, Charlotte Ramplig viste todo el rato un modelito de Dior con tacones de aguja, así transcurra la acción en las cuevas ibicencas, en el desierto del Sahara o en el Gran Cañón.

Si a pesar de este resúmen os apetece ir a verla, no os privéis y luego, por favor, comentarla en el blog. Estoy ansiosa por conocer vuestra visión de semejante bodrio. Yo, para desengrasar, ahora voy a ver cine de verdad; en la cuatro ponen La gran evasión, Steve Mc Queen, de dulce.

Salí del cine con una empanada mental de padre y muy señor mío y deseando apretarme una cerveza que me devolviera al mundo real, donde la gente bastante tiene con lo que tiene, como para andar explorando en sus anteriores vidas. Yo, sin ir más lejos, estoy tratando de decidir a qué voy a dedicar el tiempo libre esta temporada, entre las irresistibles propuestas que me ofrece la tele: no sé si coleccionar las piezas del reloj de cuco, de la casita de muñecas andaluza o del barco de Trafalgar.

Menos mal que al ir hacia el cine, me enteré de una noticia que compensa de tanta desgracia del mundo mundial. Acababa de salir del túnel de la M-30 y me disponía a enfilar la Cuesta de San Vicente, dirección Plaza de España, cuando escuché en la radio que una universidad americana ha realizado un estudio en profundidad sobre el comportamiento humano en los distintos tramos de edad. Y hete aquí que, tras arduas y sesudas investigaciones, los científicos han concluido que, contra lo que pudiera deducirse de un análisis apresurado, después de los cincuenta, ¡¡¡el sexo existe!!!. Los investigadores no daban crédito a su propio descubrimiento, tan absortos se han quedado que han necesitado confirmarlo con un sondeo a pie de calle entre los ciudadanos y ciudadanas de la tercera edad (sic), que demuestra que el setenta por ciento de las personas ancianas de entre cincuenta y cuatro y sesenta años (también sic), son sexualmente activas y se lo pasan da buten.

Y yo con estos pelos.

miércoles, 22 de agosto de 2007

EL SENTIDO COMÚN

Si George Bush hubiera sido un hombre sensato, no habría invadido Irak en aquel mes de marzo de hace cuatro años y nos habría privado del bonito espectáculo que venimos disfrutando desde entonces; el pueblo iraquí se lo habría agradecido, aún a costa de seguir soportando a Sadam. Y es que a veces es peor el remedio que la enfermedad. No tiene nada que ver con esto, pero si Paul Gauguin hubiera tenido un poco de sentido común, nunca habría abandonado su vida burguesa de exitoso agente de cambio, nunca se habría marchado a Tahití y nos habría privado de cientos de maravillosos cuadros de mujeres exóticas y colores imposibles. Y es que a veces la enfermedad del alma es mucho más creativa que la salud de la mente.

Todos estos circunloquios me siguen dejando con la duda de si hay que hacer caso siempre al sentido común o si es saludable permitirse alguna locura, aunque ponga en riesgo la confortable mediocridad en la que muchos estamos instalados. Seguramente depende de lo que se pierda; o del valor que se dé a lo que se puede ganar. Pero sólo el hecho de pararse a tomar resuello y preguntarse estas cosas, demuestra un sentido común paralizante. Algo me dice que, con demasiada frecuencia, al miedo le llamamos sensatez.

Es cierto que Paul Gauguin murió alcoholizado, sólo, arruinado y enfermo y, para colmo, vilipendiado por la sociedad bienpensante, pero yo quiero pensar que era feliz cuando pintó esos cuadros y que esos momentos de felicidad no los habría alcanzado nunca si no hubiera cometido una locura.

Mario Benedetti nos tiene dicho que No te quedes inmóvil al borde del camino, no congeles el júbilo, no quieras con desgana, no te salves ahora ni nunca; no te salves. No te llenes de calma, no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo, no dejes caer los párpados pesados como juicios, no te quedes sin labios, no te duermas sin sueño, no te pienses sin sangre, no te juzgues sin tiempo. Pero si pese a todo, no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgana y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas, entonces no te quedes conmigo.

Queda muy poco tiempo, la vida es muy corta aunque a veces se hace eterna. Una amiga mía dice lo mismo que Benedetti pero de otra manera. Dice que a estas edades ser demasiado sensato es la mayor insensatez.

martes, 21 de agosto de 2007

MÚSICA, PLEASE, SÓLO MÚSICA

Algunos días, algunos años, una no tiene cuerpo para nada. Ni para trabajar ni para holgar, ni para comer ni para ayunar; algunos días, algunos años, a una le importa un bledo que gobiernen los socialistas o que regrese el mismísimo Franco redivivo y ni siquiera se le revuelven los higadillos viendo a Rajoy en la tele. Una se vuelve insolidaria y pasa de las guerras y de los huracanas y de los terremotos del Perú. No existe una novela tan apasionante como para perder el tiempo entre sus páginas, ni es capaz de atender a las imágenes -y mucho menos de escuchar los diálogos- de ninguna película; ocurre que en esos días, en esos años, el único argumento es su propia vida. En esos días, en esos años, una sólo necesita un paquete de tabaco rubio y un gin-tonic, o dos, si no van muy cargados. Y que vengan a casa gentes como Billie Holliday llorando por su hombre o Ray Charles pensando en Georgia. Y que suene el Summertime de Sarah Vaughn una vez...y otra...y otra más. Entonces ya no hay que hacer nada, sólo cerrar los ojos y dejar que la imaginación invente su propia película. Siempre resulta mucho más gratificante que la realidad, en la imaginación la luna no está tan alta como canta Ella Fitzgerald, casi se puede tocar si se pone un poco de interés. Y no es azul, se ponga como se ponga Billie; es rosa, que la he visto yo.

Me voy a ir a la cama porque esto es demasiado para mi body. ¿Pues no me viene ahora Louis Armstrong con que hace falta un beso para construir un sueño? ¡Nos ha jodido, así cualquiera!.

viernes, 17 de agosto de 2007

EL TERREMOTO

1. El siempre madrugaba, aunque fuera fiesta. Se despertaba temprano y era incapaz de remolonear en la cama, así que se levantó sin encender la luz y procurando no hacer ruido; escuchaba la respiración de ella, acompasada y un poco ronca -se enfadaba si a eso le llamaba roncar- y no quería molestarla. Ella, percibió sus movimientos confusamente, pero no le evitó tanto cuidado; fingió dormir a pierna suelta por no entablar conversación, con la esperanza de que, ahora sí, conseguiría caer en un sueño largo, intenso, profundo. Era el gran placer de los sábados y los domingos: dormir sin despertador, sin hora, hasta que el apetito y la promesa del café y las tostadas fueran más fuertes que la pereza y la devolvieran a la posición vertical. Cuando él salió de la habitación y cerró la puerta muy despacio, todo su cuerpo se agrandó y ocupó el colchón entero, boca abajo, una pierna estirada, la otra encogida, un brazo por debajo de la almohada, el otro por encima. Antes de cerrar los ojos vió las ocho y siete minutos en el reloj digital del aparato de música y se preguntó qué era lo que les pasaba, por qué esa noche tampoco; minuto y medio más tarde dormía profundamente.

El, en el salón, jugueteaba con el ordenador, grababa música, ordenaba sus películas, sus cosas. Sintió un tintineo sobre la mesa de cristal, como si una moneda golpeara, cling, cling, cling. Miró a su alrededor pero no vió nada especial y siguió a lo suyo. Unos segundos después el ruidito se repitió, al mismo tiempo que el sofá se tambaleaba de atrás a delante. Fueron unos segundos nada más pero puso la radio y estaban hablando del terremoto, cinco coma uno en la escala de Ritcher.

Ella, entre sueños, sintió que la cama se movía. Un temblor breve y pedregoso por debajo de un ruido sordo. Lo supo. Supo que era un terremoto pero se dió la vuelta, abrazó a la almohada y siguió durmiendo. En una fracción de segundo le dió tiempo a pensar que, ante lo inevitable, sería inútil levantarse, correr o gritar. Que si había llegado su hora, eran un momento y un lugar tan buenos como cualquier otro y mejores que muchos. Todavía durmió media hora más hasta que la reclamaron el café y las tostadas.


2. Hacía dos meses que un terremoto había trastocado toda su vida. Una vida que ella consideraba feliz, sin entrar en detalles. Y no quería entrar en detalles porque los detalles le daban miedo. Porque quería creerse la novela rosa, seguir considerándose feliz y los detalles estaban llenos de carencias.

Primero fue una brisa que le despeinaba la melena y le levantaba las faldas del alma. Luego un relámpago que la hizo reir mucho, con una risa que nacía en un lugar lejano de su adolescencia y la invadía entera. Una risa que ya no recordaba.

Más tarde una lluvia lenta de gotas gordas, persistentes y cálidas, que le mojaban la rutina; que le iban empapando poco a poco la cotidianeidad; trató de recogerlas, pasar la bayeta pero seguían cayendo y cayendo hasta que la gotera manchó las paredes de su casa.

Y por fin el temblor, que abrió una grieta en medio del salón y de la cocina; que rompió el televisor, apagó las luces y partió la cama en dos mitades.

Se miraron desde las dos orillas de esa grieta. Te quiero mucho, dijo ella antes de saltar, siempre te voy a querer mucho. No dijo sólo te quero, dijo te quiero mucho y ese adverbio de cantidad cambiaba por completo el sentido de la frase. Entonces saltó, se hundió en aquel desconocido abismo de promesas. El terremoto alcanzó el siete en la escala de Richter.


3. A él el terremoto le pilló desprevenido. Vivía, sin hacerse preguntas, en un espacio algodonoso y cálido, donde la costumbre era dulce y blandita como una pastilla de café con leche. Desde su refugio miraba el mundo a través de los ojos de ella, eternamente asombrados, eternamente preguntones. No se dió cuenta de la gotera que manchaba las paredes, ni sintió al abrazarla el frío enroscado en su cintura. Su cuerpo seguía siendo igual de suave e igual de rotundo, mujer y niña a la vez; y nunca la oyó llorar bajito dándole la espalda.

Nunca contempló un futuro sin ella ni recordaba un pasado en el que ella no existía, como si los dos formaran un único bloque, una única escultura tallada en la misma piedra. Por eso no entendió que aquella risa que la invadía entera, venía de otro sitio.

Ahora su casa se había desplomado de repente. Y él llevaba dos meses gritando debajo de los escombros, sin saber que aún estaba vivo.

El sismógrafo se acercaba al diez.

miércoles, 15 de agosto de 2007

SE ACABÓ (de momento)

Cuando ayer se fueron Jesús y Sara con los niños, me atacó esa congoja extraña que se agarra a la garganta en las despedidas. Es una tontería pero me pasa todos los años. Despues de los besos y de decirles adios, tened cuidado, ¿han tomado las pastillas del mareo?, llamadme al llegar, vuelvo a subir a casa y me encuentro sus camas deshechas, las tazas con los restos de colacao, las galletas espachurradas y, en medio de ese caos, un silencio que no viene a cuento. Entonces me concedo un rato para asimilar el regreso a la soledad, me pongo un café, enciendo un pitillo y lloro un poco, sólo un poco, como por cumplir. Luego me entra el vértigo de la limpieza y el orden y me paso la mañana agarrada a la escoba, al trapo y a la fregona y poniendo lavadoras sin parar, porque estos chicos son estupendos pero lo del orden no es su fuerte. Paloma se dejó olvidado su gatito, así que lo metí en la lavadora con las sábanas y las toallas y lo tendí al sol colgado de las orejas. Que no cunda el pánico: es de peluche.

Por la tarde empezaban las fiestas y, también como todos los años, a las ocho en punto de la tarde Sigüenza enloqueció. Las campanas de la catedral y de todas las iglesias arremetieron al mismo tiempo un toque alegre, desordenado y caótico que envolvía el pueblo y los campos de alrededor, marcando el punto de partida al despiporre colectivo. Carrozas, charangas, disfraces, bailes, risas, en un ambiente que contagia al melancólico más recalcitrante. La noche anterior ya estaban allí, con su camisa de la peña y su pañuelo al cuello, Roger y Lynda, los americanos que cayeron aqui por casualidad en las fiestas de hace diez años y a partir de entonces vienen todos los sanroques desde California, como Hemingway a Pamplona. Los hijos de mi amiga francesa Marie Claire, que sólo habían estado en Sigüenza en estas fechas, se creían que en España todo el mundo caminaba dando saltitos y con los brazos en alto. A mí todo esto me da mucha pereza si lo pienso los días anteriores pero, cuando llega el momento, las charangas y los cohetes despiertan a la tía cachonda que llevo dentro, y no puedo evitar levantar los brazos y saltar de puntillas todo el rato, que acabo con unas agujetas en las pantorrillas de cuidado.

Así que me fui a ver la cabalgata para hacer fotos en plan turista, pero me contagié. Me pasó como a la monja que se asomaba a la ventana del asilo, que se tapaba la boca riéndose de la irreverencia de las carrozas, la muy picarona; yo creo que estaba loca por quitarse los hábitos y las tocas y quedarse en bolas debajo del cañón de espuma.
Por la noche, verbena en la Alameda, donde una chica muy joven y muy minifaldera y dos chicos igual de jóvenes pero sin minifalda, cantaban canciones de Tom Jones y de gente así de moderna y también pasodobles y hasta tangos. Y los más viejos del lugar se lo pasaban como enanos.

Yo volví a casa y cerré las ventanas. Tenía por dentro una extraña mezcla de excitación y angustia, vete a saber por qué. Esta mañana me han despertado los pepinazos que anuncian el encierro, he hecho las maletas y he vuelto a Madrid a encontrarme con la cruda realidad de los números rojos, el buzón lleno de facturas y la gardenia seca.

sábado, 11 de agosto de 2007

EL PROPIO JARDÍN

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma, y uno aprende que el amor no significa acostarse y una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender...

Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes... y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad...

Y después de un tiempo uno aprende que, si es demasiado, hasta el calor del sol quema.

Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores.

Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende y aprende... y con cada día uno aprende.

Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible.

Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado incierto para hacer planes.

Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.

Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba, ya no tiene ningún sentido.

Desafortunadamente, solo con el tiempo...
(Jorge Luis Borges)

En Sigüenza hay veces en que mi condición de solateras adquiere su verdadera dimensión. Porque es la soledad sin recursos: sin mi sofá, sin mi espacio, sin mis libros, sin mi ordenador, sin mi música; en una casa que respira provisionalidad por cada rincón, en la que siento que estoy violando la intimidad de Jesús y Sara, espectadora de una cotidianeidad, con sus luces y sus sombras, que no me interesa y que seguramente valoro de forma equivocada. En la calle es una soledad en medio de una masa de rostros conocidos, de besos mecánicos, de saludos de pura fórmula -cuándo has venido, hasta cuándo te quedas, ¡qué nietos más ricos, enhorabuena!- para luego quedarme perdida en el murmullo, en el silencio ensordecedor de las conversaciones ajenas.

Las dos primeras semanas fueron estupendas. Juanra, Arturo y yo lo pasamos muy bien sin hacer nada especial, sólo estando juntos, charlando y paseando por lugares bellísimos, donde el campo y los pueblos de Castilla ensanchan el alma, y rematando la tarde con apetitosos tentempiés. Pero se han ido. Primero Juanra y a los tres o cuatro días Arturo. Y ya digo, me he quedado más tirada que una colilla. Gracias a que tengo un lujazo de madre que, a sus ochenta y cinco años, es mucho más inteligente y mucho más interesante que el noventa por ciento de la gente con la que me trato.

Por la mañana levanto la persiana de mi cuarto y me quedo extasiada viendo el convento de las Ursulinas detrás de los árboles de la placita con los montes al fondo. Y pienso que es un privilegio poder contemplar esa maravilla, todavía medio dormida. Desayuno con mis hijos y mis nietos -Almudena cumple con su deber de engordar a la perfección- y guiso para todos, yo, que estoy acostumbrada a vivir sola y a comer a salto de mata. Pero parece ser que esto de la cocina no se olvida, como montar en bici. Luego me voy a la piscina, si tengo g
anas y el tiempo lo permite, que no siempre.

También es un pequeño placer irme con Marcos y Paloma a hacer fotos a los campos de girasoles y explicarles que dan vueltas y que se ponen de espaldas al sol -o de frente, no sé- y que todavía no tienen pipas, que las que venden en los carritos de la Alameda son las del año pasado. O al pinar, a enseñarles los rincones donde yo jugaba cuando era como ellos, las rocas escalonadas, las cuevas. Y al volver de atardecida ver aparecer, poco a poco, la catedral por detrás de los pinos y escuchar la eterna pregunta: abuela ¿cuando vamos a subir al campanario?

Realmente, ahora que lo pienso no sé de qué me quejo.