sábado, 12 de enero de 2008

ANGEL GONZÁLEZ

Muchas mañanas le veía cuando salía a desayunar a Kon-tiki, vivía en el portal de al lado. Se sentaba sólo en una mesa, con un café y El País. Yo le miraba dudando si era o no era él hasta que un día se lo pregunté a la camarera -¿ese señor mayor de barba es...? No me dejó terminar -sí, sí, es el escritor, vive en América pero cuando está en Madrid viene todos los días, dijo con orgullo. No sé si la camarera de Kon-tiki sabría que para que él se llamara Ángel González, para que su ser pesara sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: hombres de todo mar y toda tierra, fértiles vientres de mujer, y cuerpos y más cuerpos, fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo; en cualquier caso, la camarera de Kon-tiki, que se llama María, sí sabía que era un hombre importante. Desde aquel día, siempre que le veía me quedaba mirándole fascinada, porque Angel González, uno de los más grandes poetas españoles del siglo veinte, era un hombre sencillo -de torpe aliño indumentario, como Machado- y silencioso que leía el periódico tomándose solo un café con leche, con el paquete de cigarrillos al alcance de la mano. Muchas veces estuve tentada de acercarme a él para decirle gracias, maestro, por su obra, porque usted y algún otro han hecho que yo descubra la poesía, que es la quintaesencia de la literatura, el incruento bisturí del alma; pero nunca me atreví, a veces me puede la timidez.

Hace unos años, quizá cinco o séis, no sé, dediqué parte de mis vacaciones a asistir a un curso de literatura en la universidad de verano de El Escorial. Entre los ponentes estaban Almudena Grandes en novela, Benjamín Prado en ensayo, Luis García Montero y Felipe Benítez Reyes en poesía, Joaquín Sabina que, por cierto, falló porque en aquella época andaba encerrado en su Nube Negra, en canción y algún otro que no recuerdo. Pero como platos fuertes y broches de oro del curso estaban Angel González y el inmenso Mario Benedetti, que puso en pie al respetable cuando hizo su aparición en el salón, anciano y diminuto, ayudado a caminar por Luis y Benjamín, uno de cada brazo. El curso fue una verdadera delicia y lo pasé en grande, aún con la decepción que me produjo la ausencia de mi Joaquinito del alma; además de las conferencias, todos los participantes se prestaban al debate y la conversación y era un lujazo hablar con ellos. Pero lo de Angel González para mí fue especial. El último día se dedicaba a que los alumnos que quisieran leyeran en público algo de su "obra". Yo, que a veces tengo más valor que El Guerra y más moral que el Alcoyano, decidí leer un par de poemas. El público asistente no parecía tener mucho interés en escuchar poemas de principiantes y el salón estaba medio vacío pero, en el primer asiento de la tercera fila, estaba Angel González sin perder ripio, nunca mejor dicho. Cuando desde el escenario le ví allí con su gesto serio y sus ojos sabios, quise salir corriendo, alegar una mudez sobrevenida, una pérdida de memoria o un infarto repentino que es lo que estuvo a punto de darme. Pero ya no podía huir, no tuve más remedio que leer con voz temblorosa. En ese momento, para mí el salón y el escenario se quedaron vacíos, yo no veía a nadie más, ni abajo en las butacas ni a mi lado en la mesa; sólo leía para él. Cuando terminé y le miré, ví que sonreía y comenzaba a dar unas pocas palmadas lentas. En esa ocasión sí me acerqué a él y le agradecí la deferencia de haberse quedado a escuchar a los alumnos. Tuvo unas palabras amables y me dedicó Otoños y otras luces, que yo lo había llevado para tal fin. Lo guardo como un tesoro.

Esta mañana de sábado que me ha tocado trabajar, he salido a desayunar a Kon-tiki; al pasar por su portal he pensado en Angel González, hace mucho que no le veo, me he dicho a mí misma. Y me ha surcado la frente un mal presagio. Luego, al volver al despacho, han dado la noticia en la radio: esta madrugada ha fallecido en una clínica de Madrid, Angel González, a la edad de 82 años, tras sufrir una crisis respiratoria. ¡Qué sensación más rara me ha quedado! ¿por qué no me decidiría nunca a hablar con él en Kon-tiki?

En el último concierto de Sabina -sin contar el de Los dos Pájaros- en septiembre de 2006, una noche en Las Ventas que le levantamos la falda a la luna, Joaquín dedicó una canción a un joven de 80 años, de nombre Angel González, que le escuhaba desde el palco de autoridades; él se puso de pie y se llevó una ovación de gala. Puede que entonces ya fuera, como se definió a sí mismo en los tremendos versos de Aspero Mundo,
un escombro tenaz, que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio. El éxito de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento...

La televisión algunas veces, pocas, tiene cosas buenas. Son las diez y media del sábado y la 2 está emitiendo un magnífico programa de la serie Así es mi tierra, así es mi gente sobre Asturias, en el que Angel González en persona está contando su vida en aquella tierra. ¡Qué cosas! Me parece un mal sueño que ya no esté. No sé si voy a volver a desayunar en Kon-tiki

Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría
un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
-de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso-;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo, mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando -luego- callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.


Es lunes, 14 de enero, y he vuelto a Kon-tiki. He estado hablando con María, la camarera; me ha contado que se puso malo allí, que iba todas las tardes, que se emborrachaba dulcemente -...."cada noche se inventa,todavía se emborracha, tan joven y tan viejo, like a Rolling Stone..."- unas veces solo, otras con amigos. Que no se cuidaba -Tose usted mucho, le decía María. Sí, tengo que dejar de fumar, pero ella nunca le creyó- Que era un hombre cordial, que la gente se sentaba con él. ¡Dios! ¿Como puedo haber sido tan imbécil? La de cafés que me he perdido...