lunes, 14 de abril de 2008

AGUAMARGA, ELEFANCIA Y UNA SERVIDORA

Ayer, a las diez y media de la mañana, estaba yo en la estación de autobuses de Méndez Álvaro para recibir en carne mortal a Aguamarga, que también llegaba en carne mortal. Yo iba tan nerviosa como si fuera a esperar a un ligue que hubiera conocido en una página de contactos. La verdad es que ella jugaba con ventaja porque buceando por internet había encontrado una foto mía y, aunque han pasado algunos años desde la foto en cuestión, al menos tenía una idea aproximada. Yo sólo contaba con la visión, distorsionada y escasamente objetiva, que por teléfono me había dado de sí misma. Mientras llegaba el autobús me entretuve leyendo unas recomendaciones aterradoras que advierten a los viajeros de los peligros que acechan en esa estación, encaminadas a fomentar la ciudadanía y la buena convivencia. Decían cosas del tenor de "si alguien se le acerca a preguntarle algo, no le conteste, agarre muy fuerte el bolso y salga corriendo" Alguien se había tomado la molestia de encaramarse a una escalera -el cartel estaba realmente alto- y completar el consejo a punta de navaja: "simplemente escúpale, seguramente se trata de un extranjero y además ladrón" En estas estaba yo, cuando se me acercó un chico, llevándose los dedos índice y corazón a los labios, con el gesto de quien sujeta un cigarrillo y una súplica en la mirada. Me sentí como una gilipollas haciendo juegos malabares para sacar el tabaco del bolso, sin darle la oportunidad de que en un instante echara mano al monedero, así que pensé negociar y ofrecerle directamente los veinte euros que llevaba encima y la cajetilla entera, a cambio de que me dejara la tarjeta de carrefour, que aún me queda algo de crédito y al fin y al cabo a él no le iba a servir para nada. Pero me contuve y, jugándome el físico, le di un LM que encendió más contento que unas pascuas y se fue sin hacer el más leve amago de atracarme. Por si esto fuera poco, al momento se me acercó otro chico, esta vez para preguntarme que de qué dársena salía no sé qué autobús. Apretando el bolso en la sobaquera, le dije que no sabía, que lo preguntara en el puesto de información; pero él sacó tranquilamente un paquete de tabaco rubio del bolsillo y ¡horror! me ofreció un cigarrillo, como si una fuera tonta y no supiera de qué va la vaina. Temblándome las rodillas lo cogí para disimular mi terror y no contento con eso, me dijo que era rumano, que vivía en Cabo de Gata, que trabajaba en los invernaderos y que se iba a ir a Alemania para conseguir un trabajo mejor. Y ya el colmo fue que me preguntó si yo era española y que si vivía en Madrid. O sea, que claramente pretendía hacerse con mi dirección y esperarme en el portal por la noche para robarme el móvil. Menos mal que en esto llegó Aguamarga a salvarme de tanto peligro.

El encuentro fue fácil y cálido; nos reconocimos al momento y enseguida tuve la sensación de que estaba con una amiga de toda la vida. Curiosamente, lo único que me resultaba raro era llamarnos por nuestros nombres reales, en lugar de los virtuales que son los que nos han unido. La llevé al barrio de Huertas que es mi entorno natural, un poco para que se sintiera como en su casa, al sentirme yo como en la mía. Pero a esa hora en el barrio de Huertas sólo encontramos los restos del naufragio de la noche anterior: muchos bares cerrados y equipos de limpieza del ayuntamiento haciendo su trabajo. En el primer bar que entramos -uno de los pocos abiertos- después de pedir un café con leche y una caña, al sacar el pitillo el camarero nos informó de que allí no se podía fumar y las dos, como en estéreo, contestamos pues entonces nos vamos. En el siguiente -que era La Dolores- en la puerta ponía ABIERTO, pero no era verdad porque entramos y un solitario camarero nos dijo que estaba cerrado. Yo pensé que qué éxito, que por qué no me la habría llevado a California 47 que está enfrente de la iglesia de La Concepción y digo yo que la gente tomará algo después de misa, claro que aquí también está la de Jesús de Medicinaceli que es más castiza y de mucha devoción.

Por fin, a la tercera intentona conseguimos un bar abierto y que se podía fumar. Y bueno, largamos y largamos lo que no está escrito, en un torrente desordenado y algo caótico, empezando temas y cortándolos con otros. Estábamos atacadas de una verborrea desatada, se nos amontonaban las ideas y las palabras; pero, eso sí, con la libertad que proporciona el hecho de no tener entre nosotras ningún vínculo impuesto por agentes externos sino sólo el que ambas hemos querido tener. Yo me desparramé como siempre que alguien me inspira confianza y que me siento cómoda y le conté toda mi vida y más de un milagro. No creo que me haga chantaje porque sólo me va a poder sacar números rojos. Ella respondió con la misma moneda y también me enseñó su yo verdadero, ese que ha dejado a medias en el blog. Hablamos de dolores, de fracasos, de hijos, de padres, de este accidentado recorrido que es la vida.

El tiempo había pasado casi sin que nos diéramos cuenta y los bares ya estaban abiertos, hasta con terrazas en la calle. Cambiamos de chiringuito y nos tomamos la segunda y la tercera, antes de ir a Atocha a buscar a Elefancia, que nos había llamado para unirse al encuentro.

Llegó y estaba como siempre, como yo la conozco y la quiero: tierna e irónica, naïf y sabia al mismo tiempo; con esa consciencia de su actual felicidad que sólo tienen los que han aprendido muy pronto lo que vale un peine. Creo que entre ellas se consolidó la química francesa y virtual que ya existía.

Nos pusimos ciegas de pulpo, calamares, pimientos de Padrón y lacón a la gallega, regado con birritas. Hablamos poco de lo divino, porque ninguna de las tres tenemos muchos contactos en el más allá, y mucho de lo humano y de algunos humanos en particular. No os voy a engañar, también dimos un repasito a la blogosfera y a los blogueros. Y si os pitaban los oídos, haber venido.

Elefancia tenía curro y se fue después del café y Aguamarga y yo aterrizamos en mi casa para seguir poniéndo nuestras vísceras más íntimas a la intemperie, entre vapores etílicos y neblina azulada a la deriva.

El tiempo se pasó volando y yo me quedé con la impresión de que Aguamarga es una mujer de una pieza, que ha sufrido una tremenda mutilación pero que con la mitad que le queda viva tiene mucho, mucho que hacer.