jueves, 19 de junio de 2008

EL CARNET

Las palabras de la foto son de Pablo Iglesias y aparecen en la parte posterior del carnet del Partido Socialista. Pero el carnet es un pequeño rectángulo de plástico rojo que casi nadie lleva encima y nunca se mira; de hecho yo misma lo perdí una vez que me robaron el monedero en el metro y no me preocupé de reponerlo. A lo mejor quien me lo robó leyó estas palabras, aunque seguramente sería un jodío inmigrante que ni siquiera entendería mi lengua; mejor, porque de haberla entendido se habría quedado muy tranquilo pensando que en España había un partido político dispuesto a llevar a todas partes el espíritu de la justicia, empezando por las instituciones europeas.

Yo creo que los eurodiputados del Partido Socialista Obrero Español hace mucho tiempo que no miran su carnet o igual es que también se lo robaron en el metro, si es que saben lo que es eso -¿hay metro en Estrasburgo?- de camino al curro en el Parlamento Europeo.

De todas formas voy creyendo que para defender el espíritu de la justicia no hace falta ningún carnet, es más, a veces estorba. Porque una siente vergüenza de pertenecer a esta nueva Europa que eleva a la categoría de Ley la existencia de personas de una condición inferior a la suya, a las que se puede mantener detenidas durante dieciocho meses sin intervención judicial y sin ninguna acusación. Y una, que se ha caido de un guindo, sale a la calle con cuatro desharrapados tocando el tambor para protestar por semejante atropello, reenvía e-mails a la gente que cree que se moja; dentro de sus escasas posibilidades, grita, se cabrea, revuelve Roma con Santiago, para que luego los erodiputados que dicen representarla rechacen las enmiendas que intentaban rebajar mínimamente la dureza de la Directiva y den su apoyo a un texto vergonzante.

Pertenecer a un partido político no es ningún chollo, sobre todo cuando uno no lo hace por medrar ni por ocupar ningún sillón. Es algo que roba tiempo, que exige una cierta dedicación, que moralmente obliga a implicarse un poco más allá del voto y que proporciona más disgustos que satisfacciones. También obliga, de cuando en cuando, a tragarse algunos sapos, si bien debidamente condimentados en salsa electoral. Pero esto no es un sapo, es un dinosaurio de carne dura y putrefacta que no hay guiso que lo ablande y que va a ser una bomba para mi salud mental, para mi ética e incluso para mi estética, que la cara de gilipollas que se me ha quedado no es para descrita.

Una, insisto, puede comerse algún que otro sapo tapándose la nariz si el conjunto del menú le parece medianamente nutritivo y saludable para su país. Pero si la base del guiso, el fundamento y la sustancia del plato no es auténtico, no hay quien se lo coma.

Así las cosas, creo que mi decisión está clara. Voy a devolver ese inexistente carnet que me robaron un día en el metro, seguramente un jodío inmigrante.