viernes, 6 de junio de 2008

EL HOMBRE DEL ACORDEÓN

Había llovido un poco y la plaza relucía con las últimas luces de la tarde y las primeras de las farolas, recién encendidas. Yo nunca acierto con la esquina del Arco de Cuchilleros, y nunca sé si el de la estatua es Felipe III o Felipe IV; es un Felipe, eso seguro. Tampoco me fijo por cuál de las nueve puertas entro y si le pillo de frente o de espaldas, del perfil derecho o del izquierdo y luego es un problema dar con el coche. Porque a la vuelta una lleva encima unos cuantos vinitos, unos cuantos sueños, algún encontronazo con la puta realidad y el cuerpo muy cañí.

Pero lo encontramos; el Arco, digo. Bajamos las escaleras de las Cuevas de Luis Candelas y, aunque hacía fresquito, las terrazas estaban llenas de guiris, como siempre. En una de ellas había un cartel que rezaba "mejillones como en Bélgica". Digo yo que para comer mejillones como en Bélgica que se queden en Bélgica, que aquí toda la vida se han comido como en la Ría de Arosa. Los mesones nos devolvieron al tiempo de los mesones; cuando entonces, cuando todos éramos jóvenes y la vida era un canto con guitarra.

Desde uno de ellos llegaba la música del acordeón y allí nos tomamos el primer vino. Unos cuantos cincuentones -quizá sesentones- del país cantaban bastante mal las canciones de siempre; eso sí, con mucha voluntad y a voz en cuello. Y una mujer menuda y talludita -que resultó ser chilena- se contoneaba entre ellos, moviendo el culo y haciendo revoleras con un mantón imaginario, mientras el marido o lo que fuera, que no acababa de entrar en aquella juerga, intentaba esbozabar una sonrisa pero no pasaba de mueca. Yo pensé que si las parejas no se ríen juntas, mal vamos; acabarán llevando el mantón imaginario al museo itinerante ese. Había carteles de toros antiguos, que anunciaban a Rafael "El Gallo", Belmonte, Ignacio Sánchez Mejías, gente así -uno era de 1913- y en la tele sacaban a José Tomás por la Puerta Grande de Las Ventas.

En El Mesón del Champiñón siguen dando el mejor champi de Madrid, hay que cogerlos con dos palillos para que no se caiga el juguillo de dentro que está delicioso y deja en la boca un sabor alegre. Esto no viene a cuento, pero los móviles son unos cacharros que no deberían existir; algunas veces uno tiene derecho a creerse que es feliz.

Siempre está la tuna por los mesones aunque parece que hace mucho tiempo que salieron de la universidad, a lo mejor son los mismos de cuando entonces; pero ahí siguen, enredándose en el viento las cintas de sus capas, un poco raídas. No teníamos tabaco y en ningún bar había máquina; al fin encontramos uno absolutamente vacío, con un camarero adormilado detrás de la barra, que sí tenía. La calle estaba llena de gente, los bares atestados y aquel pobre hombre no vendía un puto vino, sólo estaba allí para que pudieran fumar los despistados. Me dió pena, la verdad. Pero enseguida se me olvidó porque después de entrar en Las Mazmorras y asomarnos al Mesón de la Guitarra, volvimos al bar del acordeón, ya con el cuerpo de pasodoble.

El hombre del acordeón nos preguntó que de donde éramos y le dijimos que de Madriz. Yo no sabía muy bien si tenía que estar triste o alege -las cosas nunca son blancas ni negras- pero canté Madrí, Madrí, Madrí, pedazo de la España en qué nací; me apoyé los nardos en la cadera y los vendí todos. Lleve usted nardos caballero si es que quiere a una mujer...Y le puse en la solapa lo que quise.

Pero ya sabe que luego, si alguien se los pide, nunca se le olvide que yo se los dí.

No soy la emperatriz de Lavapiés pero a veces lo intento.