lunes, 23 de junio de 2008

EL TELEGRAMA

Las visitas a casa de mi madre, cuando no hay partida de bridge, se convierten en una especie de sesión de psicoterapia entreverada de disquisiciones filosóficas e incluso teológicas, que una sale de allí con la cabeza echando humo. Mi madre tiene unos ochenta y seis años inteligentes y lúcidos; elegantes, con una belleza que el tiempo ha trabajado a golpe de cincel y muy mal asumidos. De joven ha sido una mujer fuerte, enérgica, autoritaria, muy activa y con unos esquemas mentales modernos para su época, en cuanto a que siempre ha tenido una relación con su marido -es decir, mi padre- de igual a igual, en la que no había elemento dominante ni sumisión. Quiero decir que mi madre ha sido siempre una mujer con un par. Además la naturaleza la dotó de belleza, salud de hierro y un físico resistente a envejecer como si hubiera bebido algún misterioso elixir. Aunque entre los dos sólo había una diferencia de edad de pocos meses, en varias ocasiones tomaron a su marido por su padre. Tengo una foto suya con mi hija Ana recien nacida en brazos, cuando contaba cincuenta y tres años en la que puede pasar por la madre de la criatura, una madre joven.

Es una persona que no responde a los tópicos aplicables a una mujer de su generación y de su entorno social -madrileña, del barrio de Salamanca, hija y esposa de militar- pues aunque es muy religiosa y tradicional para sí misma, sabe ponerse en el lugar de los que no lo somos, no se escandaliza de los nuevos modos de vida que llevan muchos de sus nietos, no pretende imponerles el suyo ni nunca ha intentado que representaran ningún paripé por aquello del qué dirán. La hipocresía no va con ella.

A sus hijos, siempre nos ha sido imposible tener secretos con ella ni ocultarle ningún problema o preocupación, dispone de un radar infalible para detectar cualquier sombre de tristeza en nuestros ojos o la más mínima inflexión de nuestras voces, incluso por teléfono. Y no se pueden echar balones fuera o disimular porque ella indaga, nos somete al tercer grado hasta que acabamos desembuchando.

La vejez no le llegó de forma paulatina sino que le cayó encima de golpe y porrazo, hace menos de quince años, cuando ya viuda se le presentó un cáncer de colon y descubrió que no era inmortal. Yo creo que entonces lo descubrimos también todos sus hijos. Su coquetería llegó al extremo de prohibir al cirujano que le realizara la pertinente colostomía aún en el caso de que fuera inevitable y hacernos prometer a nosotros que lo impediríamos a cualquier precio; afortunadamente la operación salió con bien y sin la temida bolsita. Pero a partir de entonces no fue la misma: la intervención acarreó secuelas que no voy a detallar, pero que le producen dolores y molestias digestivas importantes cada cierto tiempo. Además le empezaron a aparecer pequeños achaques de otra índole que fueron afectando a su movilidad y por lo tanto a su independencia. Ahora es una anciana octogenaria que se mantiene mejor que muchas de su edad y peor que algunas, que tiene la cabeza perfectamente lúcida y que lleva fatal necesitar un bastón o un brazo en el que apoyarse para caminar por la calle; pero que todavía vive sola y se niega en redondo a meter a nadie en su casa; que conserva intacto su poderío y es imposible de manejar. Y que, como decía, no ha asumido su edad ni sus limitaciones; se queja sin parar de sus achaques -que en su opinión son lo peor del mundo- y nos trae a todas de coronilla; yo la llamo todos los días con la esperanza de que me diga, pues sí, hija, hoy me encuentro bien, pero nunca lo consigo.

Todas las semanas voy a verla; si hay partida, jugamos, que la entretiene mucho y dice que le mantiene la mente activa, que el bridge es juego de mucho pensar. Pero si falta alguna jugadora y no hay partida, entonces la conversación siempre versa sobre lo mismo: la vejez, la enfermedad, la muerte, el más allá. Un repaso absolutamente desenfocado e injusto en el que sólo cuentan los aspectos negativos de una vida en la que, lógicamente, ha habido de todo pero que cualquiera firmaría. Entonces vienen las disquisiciones sobre si la vida merece o no la pena, sobre la fe, sobre si hay algo luego o no lo hay. Tiene miedo, lo ve cerca y tiene miedo. Yo le digo que miedo de qué, que ha sido una buena persona y que ese Dios en el que cree no le va a hacer una faena. Me dice que miedo a lo desconocido. También me dice que ella no concibe que no exista nada al otro lado, que para qué es esta vida si no hay nada; yo en cambio opino que esta vida se justifica por sí misma y que no necesita nada más para tener sentido y ahí nos enredamos, ella que sí, yo que no, sin que ninguna de las dos tengamos datos fehacientes porque nadie ha vuelto para contarlo.

Yo suelo terminar el asunto diciéndole que a mí me da igual, que si hay, bien y si no, también. Que yo -que he sido mucho más mala que ella- estoy tranquila porque no creo merecer pasarme la eternidad recibiendo tizonazos, así que ella menos. Y que si me tengo que disolver en la nada, pues tan ricamente. Que, como dice Javier Krahe, la muerte no me llena de tristeza, las flores que saldrán de mi cabeza, algo darán de aroma. Y la pobre se lo traga sin rechistar.

Siempre acabamos mirando fotos de cuando entonces, de cuando ella era joven y nosotros niños y luego jóvenes también. De mi padre en la Escuela Naval, de mis abuelos, de una vida larga. Me enseña las cartas que guarda de mi padre, atadas con cintas y perfectamente clasificadas por fechas. Cuando yo nací mi padre estaba embarcado y me mandó un telegrama, a mí, a mi nombre que aún no tenía. Hace mucho tiempo que le llevo reclamando el telegrama, que es mío, y siempre se ha negado a dármelo. El viernes pasado me dijo: te voy a dar una cosa que sé que quieres tener. Y me dió el telegrama, pinchando en la foto se ve muy bien. Es muy cortito, sólo dice: VIVA LA MADRE QUE TE PARIÓ.