miércoles, 24 de septiembre de 2008

MARTA

Hoy hace justo veintiocho años que tuve una experiencia inolvidable: el nacimiento de mi tercera hija, Marta. Todos los nacimientos son irrepetibles, porque cada ser humano que viene al mundo es único, pero en el caso de Marta no es sólo que ella sea irrepetible, que lo es, sino que la ceremonia del parto, el hecho físico de venir al mundo, fue especialmente espectacular y colorista. Serían las siete de la mañana, cuando sonó el despertador como cada día para que su padre se fuera a trabajar. Yo en aquella época era un ama de casa con dos hijos en edad escolar y esperando el tercero y, aunque la procesión iba por dentro, aparentemente me daba la gran vida; no trabajaba, andaba bien de pelas y me dedicaba a jugar al tenis e ir al gimnasio. Había dormido como un tronco toda la noche, sin el menor dolor, pero al despertarme ví en la cama signos evidentes de que la cosa estaba en marcha. Así que le dije a Jesús estoy de parto y me levanté. Al ponerme de pie, ya me dió una contracción fortísima que anunciaba que el nuevo miembro de la familia -miembra, en este caso, que diría doña Bibiana- tenía prisa por llegar. Así que me lavé los dientes y poco más, me eché un vestido encima, pillamos la maleta que estaba hecha y salimos pitando; en total, no más de diez minutos. Mientras Jesús sacaba el coche del garage, me vino otra contracción que casi me parte en dos, literalmente; una Marta y otra yo. Aunque hace veintiocho años no se formaban los atascos de ahora en la carretera de La Coruña, el tráfico a esa hora iba cargadito y era imposible pasar, como mucho, de cuarenta. Desde que me subí al coche, el dolor fué en aumento y ya no era intermitente, aquello no había quien lo parara ni cerrando las piernas. Así que, cuando noté los dolores de expulsión, eché el asiento para atrás y me dispuse a lo que tenía que pasar. Mi marido, horrorizado, conducía sin quererme mirar. -Jesús, ¡aaay! ¡qué está naciendo! -Que no, mujer, que esto no es así. Que estos son los dolores de encajamiento. -¡Jesús! ¡que ha nacido! Marta fue un bebé que nació con el gorro puesto y perdonad la manera de señalar. Con la cabeza fuera y el resto del cuerpo dentro, lloraba como un becerro. Yo iba medio tumbada, con el asiento reclinado, y en el fondo aliviada como podrá entender cualquiera que haya dado a luz a puro pelo, que las chicas de ahora no saben lo que vale un peine. En esto, la niña dejó de llorar y entonces la que lloré fui yo. -¡Jesús, que se ha muerto! Instintivamente tiré de ella con mis propias manos y la saqué. Volvió a llorar. Yo la tenía cogida por el vientre y entre sus piernecitas abiertas vi que colgaba algo. Jesús seguía sin mirar. -¡Es un niño! Entonces, puse al supuesto niño sobre mis piernas y me relajé. Teníamos que cruzar todo Madrid para ir a la clínica que estaba por Arturo Soria; yo,en mi inconsciencia, pensaba que ya había pasado todo, que no había prisa aunque estaba sangrando como un cerdo en la matanza y el niño en cuestión seguía unido a mí por el cordón umbilical. -Vámonos a la Clínica Belén. Afortunadamente, mi marido tuvo más sentido común que yo y se acordó de la Clínica Nuevo Parque, que la teníamos mucho más cerca y allí se dirigió, metiéndose a toda velocidad por dirección prohibida, en una calle con casas militares, cuyos escoltas se echaron la metralleta a la cara al ver aquel coche que parecía huir de la policía. En la puerta de la clínica me cortaron el cordón y se llevaron al niño. A mí me metieron a puñados en una camilla que sacaron a la calle. Ni que decir tiene que Jesús tuvo que pagar su peso en oro para que le lavaran el coche y los del lavado mantuvieran la boca cerrada y no le denunciaran. -¡Enhorabuena, señor! Ha tenido usted una niña preciosa, que ha pesado tres kilos cuatrocientos. Su señora está muy bien. -¡No es verdad! ¡Mi mujer le ha visto y es un niño! Costó convencerle de que lo que yo había visto entra las piernas de la niña, con la nebulosa de las lágrimas y los sudores y en el difícil escorzo en el que me encontraba, era un trocito del cordón. Pero la verdad es que no había duda de que era su hija. De nuestros cuatro hijos es la única que se parece a él. Era septiembre, como digo; y mi madre todavía estaba en Sigüenza. Pero al salir de casa habíamos llamado a mi padre y a mi suegra para decirles que nos íbamos a la Clínica Belén. Y allí que se fueron los dos a esperarnos. Hoy Marta es un pedazo de mujer guapa, lista y buena gente donde las haya; que ha encontrado su vocación en la investigación científica y está aportando muchas cosas al estudio de la esclerosis múltiple. Que está llena de contradicciones como su madre; es perfeccionista y caótica, dura y tierna a la vez. Que quiere ser feliz y no se conforma con ir tirando. Que está llena de miedos y al mismo tiempo se come el mundo. Que está llena de dudas y casi vacía de certezas. Que es crítica, que no pasa una, que es de izquierdas pero jamás militará porque no quiere perder su sentido crítico y su independencia. Marta es mucha Marta. Tenía diez años cuando tomé la dolorosa decisión que tomé y la familia se partió en dos. Por un lado su padre, Jesús y Ana. Por otro Marta, Jaime y yo. Separados sólo en el espacio, porque en todo lo demás siempre hemos estado unidos. Pero nosotros tres empezamos de cero, con una mano delante y otra detrás y pasando muchas penalidades de las que no sé si ella era consciente. Al cabo de año y medio nos dejó Jaime, sólo cinco días antes de cumplir Marta doce; tanto es así, que teníamos su fiesta de cumpleaños preparada y aquel sábado terrible llegaron a casa algunas niñas, sin saberlo, con un regalo en la mano. Y nos quedamos solas. Recuerdo una noche en que estábamos en el sofá delante de la tele, mirándola sin ver; entre las dos quedaba un hueco vacío; de repente nos volvimos una hacia la otra y, sin decir palabra, rompimos a llorar al mismo tiempo. Pasamos muchas peripecias juntas. Por cómo teníamos la vida organizada, ella ha sido la que ha vivido más de cerca todas mis historias, todos mis altibajos, todas mis caídas y todas mis luchas. El cambio de casa y de vida. Irnos de la urba de Majadahonda al piso de Usera. Ella, con veinte años, fue la que le exigió al casero cuando vinimos, yo no estaba para nada, todo me parecía bien. Nos tiene que pintar toda la casa y ponernos más muebles en la cocina, le dijo. Cuando se fue a vivir con Alfon, la casa se quedó en silencio. Ya no nos peleábamos por su desorden. Pero tampoco hablábamos, yo llegaba a casa y no había nadie. A Alfon le quiero mucho y quiero que sepan quererse. Marta se ha hecho mayor y yo más, mucho más. Felicidades, mi niña. Aquel día de hace veintiocho años, en el coche, viniste al mundo, ¡menudas prisas!. Sigue siendo como eres. Ya entonces eras irrepetible. Y es estupendo que exista SOMEONE LIKE YOU