lunes, 3 de noviembre de 2008

MI MADRE

Pues ahí donde la veis, el sábado cumplió ochenta y siete años. A medida que se acercaba el día iba poniéndose cada vez más triste, y el viernes ya estaba inmersa en una absurda depresión, en la que yo me negaba a profundizar.

-Pero mamá, qué demonios te pasa. Estás estupenda, tienes cuatro hijos que son personas decentes, que te quieren y a los que la vida trata razonablemente. Doce nietos, sí, doce, porque Jaime sigue contando, de los que tampoco puedes tener queja, aunque cada uno haya organizado su vida como le ha parecido bien y siete bisnietos divinos. No pasas calamidades... ¿Qué más quieres?

Yo sé muy bien qué más quiere, aunque no lo diga. Querría cumplir treinta y cinco en lugar de ochenta y siete, -¡toma, y yo!- querría ser tan autónoma y tan independiente como ha sido toda su vida, querría no llevar un bastón ni necesitar agarrarse de ningún brazo para ir por la calle. Y, sobre todo, querría no escuchar a su espalda los pasos de la muerte, hasta casi sentir el aliento en su nuca. Querría no tener miedo a lo que haya después, al otro lado.

El jueves me llamó mi hermana: -¿has hablado con mamá? ¡está fatal! dice que no quiere que vaya nadie a verla el día de su cumpleaños, así que díselo a tus hijos. Le contesté que no pensaba decirle nada a mis hijos, que cada cuál hiciera lo que creyera conveniente y que recibiera a sus nietos si iban a verla. Luego, si no va nadie, para qué queremos más.

Nosotros nos la llevamos a comer por ahí, a la Cava Baja. Salió de casa con la expresión de quien va a la horca pero no descompone la figura ni en el instante supremo. Pero a medida que pasaba la mañana y penetrábamos en ese Madrid castizo que hacía tanto tiempo que no pateaba, se iba animando. -¿Esa es la torre de la Iglesia de Santa Cruz?, -no lo sé, mamá, yo es que no me conozco bien estos barrios. -¡Ah, mira! calle Concepción Jerónima, Tintoreros...el mercado de la Cebada, la plaza de Puerta Cerrada y ahí está, de frente, la cúpula de San Francisco el Grande. Dice que cuando era joven no venía por aquí, que sólo se movía por el barrio de Salamanca y por la Gran Vía cuando iba al cine; fue luego, con mi padre, cuando anduvo un poco por esos "barrios bajos".

La comida fue un éxito. Comió de todo; era día de presentaciones y participó, estuvo cómoda. -No, yo no tomo aperitivo, que luego no puedo con la comida; -¿vino? -no, no, yo no tomo vino. -¡Qué rica está esta ensaladilla! -¿te gustan los callos? -Me encantan. Se comió la ensaladilla, el jamón, los boquerones, los callos; todo regado con rioja de la casa, claro. Sopita de cocido y luego pescado, que es más ligero. Vinieron Marta y Alfonso y hablamos de todo un poco. Nos contó cosas de antes, de la guerra -la guerra nuestra, como ella dice- que coincide con su adolescencia en Madrid y su juventud. Marta le preguntó que cómo había conocido al abuelo y yo metí baza. -Mamá, deja hablar a la abuela; punto en boca. Con el vinito la conversación derivó por derroteros diversos: la religión, las creencias, las no creencias, las maneras de vivir de antes y de ahora, nuestra familia. La vida, la muerte, Jaime, claro, y mi padre. Hubo momentos emotivos y otros divertidos y mi madre, como siempre, dio una lección de inteligencia, de respeto, de sentido común.

La dejamos en su casa y por la tarde fueron a verla nietos y bisnietos.

Ayer me dijo que le dolía todo el cuerpo, pero estaba contenta.