miércoles, 24 de junio de 2009

EL DÍA QUE ME CONVERTÍ EN UNA SEÑORA GORDA

En el viaje de vuelta a Madrid, pillé desde el tren esta puesta de sol sobre los campos de Andalucía. Y cedí a ese deseo irrefrenable de hacer una foto que siempre nos acomete ante una puesta de sol, ya sea sobre el mar, sobre los campos o sobre unos tejados de Madrid, como para eternizar esa luz irrepetible que, sin embargo, se repite cada tarde de verano.

También sucumbí más o menos a una leve melancolía, típica y tópica en momentos como ese. El tren es melancólico de por sí, aunque la alta velocidad haya descafeinado las distancias y las despedidas, que es que ya no son lo que eran, sin pañuelos y sin besos de tornillo en el andén, con unas ventanillas herméticas que no permiten asomarse diciendo adiós con la mano hasta que la imagen desaparece en la lejanía; apenas un amago de abrazo antes de pasar por el detector de metales, ante la mirada indiferente de una señorita de uniforme.

Y una piensa vagamente si esa especie de nostalgia será por todo lo que va dejando atrás, no sólo en el espacio sino, sobre todo, en el tiempo. Me parece muy sabia la frase que me han mandado, de una tal Cora Harvey Armstrong -de la que confieso que ignoraba su existencia- que dice algo así como que dentro de cada viejo hay un joven preguntándose perplejo, qué coño ha pasado para llegar a ésto. El joven que nos habita no sabe en qué momento le empezó a invadir despacio el escepticismo, ni por qué anoche tenía el cuerpo tan golfo y con tantas ganas de bailar y en cambio ahora le duele tanto ese mismo cuerpo. La adolescente que todavía ocupa mi cerebro tampoco se dió cuenta del momento en que se empezó a convertir en una señora gorda, pero de repente un día, como me ha pasado esta mañana, se levanta un señor para cederme el asiento en el metro y me hunde literalmente en la miseria. ¿Tánto se me notan los sesenta? Le hubiera asesinado allí mismo y luego habría bailado el rock encima de su caballeroso cadáver, sin embargo le he dedicado la mejor de mis sonrisas y le he dado mil gracias porque en realidad estaba muy cansada y me dolían las rodillas, menudo asco.

Y así vamos viviendo, en medio de estas contradicciones que se traen el body y el coco, que a veces está a por uvas. Este sábado celebraremos Pitoya y yo los putos sesenta estos, con un montón de amigos tan caducos como nosotras pero igual de jóvenes. Ya os contaré lo que me duele el cuerpo al día siguiente. Mientras no me duela el alma, todo va bien.