miércoles, 12 de agosto de 2009

POETAS

El anterior post ha sido un experimento; un intento fallido de recuperar mi vena poética, tanto tiempo abandonada. Pero una vez más he comprobado que la poesía es, dentro de la literatura, el arte más difícil y que hay que ser muy sabio, muy valiente o muy inconsciente para atreverse con ella. En mi opinión, la poesía es el arte de disponer las palabras cotidianas de forma tal que nos dejen sin palabras. Quiero decir que no se trata de hablar de la alborada o del perfume de las glicinias -que diría mi amigo Enrique- sino de cualquier tema, por pedestre que sea, tocándolo con la varita mágica de la seducción. Pero esa varita mágica no es tal, sino que es fruto de un trabajo minucioso de orfebre del lenguaje, cincelador del verbo, interiorista del idioma, indispensable para obtener un espacio acogedor donde el lector se sienta como en casa. En un buen poema el lector debe reconocerse, porque somos tan ególatras que lo que más nos emociona -o nos conmociona- es nuestra propia peripecia personal.

El otro día sin venir a cuento, ante una bobada absolutamente trivial, me acometió una llantina absurda que ni yo misma supe a qué venía. Después quise trasladar al papel -o a la pantalla del ordenador- la perplejidad que me produjeron esas lágrimas inoportunas y descontroladas y buscar una explicación mínimamente racional que las justificara. Y lo quise hacer de una forma poética; lo que me salió ya lo habéis visto: un poemilla bastante patético que, encima de los numerosos defectos de forma, ni siquiera transmite lo que quiere transmitir sino, acaso, sólo una cierta confusión mental.

Por eso, mi reverencia más profunda ante aquellos que me enseñan -e incluso, me descubren- mis propias miserias. Si sabe de una cosas que ni una sabe que sabía, cantaba Sabina en su famoso rap. Y encima lo hacen enfajando las palabras en una métrica, en una musicalidad, que consigue que ese espacio no sólo sea reconocible y acogedor sino también hermoso. Casi ná.