miércoles, 16 de septiembre de 2009

DESPUÉS DEL TELEDIARIO

Hace apenas una semana tenía la casa en penumbra, protegida de unos ardores fuera de lugar en septiembre; hoy en cambio la tarde está fría, he cerrado las ventanas y me he puesto unos calcetines, qué cosas. No pongo música, me gusta el silencio de la casa; encaramada en esta soledad casi sólida, miro las nubes sucias que de repente han cubierto el cielo de Madrid. Llueve despacio, unas gotas diminutas pintan pecas en los cristales y veo que el verde de los árboles ya no es tan verde. Hace falta un poco de tiempo para mirar; la vida va tan deprisa, tan atolondrada, que a veces se me escapan cosas tan importantes como que las hojas empiezan a dorarse por los bordes. Y tambien es necesario un poco de tranquilidad para mirar hacia dentro, para intentar averiguar de qué materia está hecha la tristeza. El telediario me ha enseñado una vez más la mirada del hambre, esa vergüenza global que saca los colores a nuestras pequeñas miserias, a ver quién es el guapo que se queja mirando esos ojos; y eso que no he puesto la foto más dura, al fin y al cabo esos niños todavía pueden mirar. La comunidad internacional ha recortado en un tercio la ayuda contra el hambre, la crisis es lo que tiene. Menos mal que gracias al Danacol podremos disminuir el colesterol que se nos ha disparado con los excesos del verano, tanta tapita, tanto chiringuito y tanta vaina. Sin olvidarnos del Actimel, que protege nuestra flora intestinal.

Por lo visto yo voy a lo mío y no hago caso de nadie. Por lo visto no he estado disponible cuando alguien me necesitaba. Por lo visto he decepcionado a una amiga. Por lo visto, otras amigas sí estaban. Pues es una suerte, siempre hay un roto para un descosido. Yo no sé hasta qué punto la amistad se mide en horas de teléfono y tampoco sé qué se gana con hacer que otros se sientan culpables de la propia tristeza, pero si eso sirve para algo lo doy por bien empleado. El papel de mala se me da muy bien, vamos, es que lo bordo. Por eso sé que los malos procuramos no echar encima de nadie nuestras penas sino que nos las comemos y luego nos tomamos unas copas con los buenos para que nos lloren a gusto en el hombro. Pero el caso es que a mí hoy me duele mucho el hombro, tengo una contractura de tanto cargar con mis culpas.

He hablado estos días del amor, del sexo, de la fidelidad; quizá toca hablar ahora de la amistad, que tal vez sea el sentimiento más puro de todos, cuando es auténtica. Y es auténtica cuando está por encima de cuestiones circunstanciales como la distancia o la frecuencia. Cuando te echo de menos pero no te echo en cara que no estés. Cuando no se convierte en una obligación ni en una necesidad; cuando puedo vivir sin tí pero quiero estar contigo, cuando no puedo verte pero me muero de ganas de verte y, si el destino se pone de nuestra parte, nos veremos, nos daremos un abrazo y retomaremos en el mismo punto en que nos quedamos; porque tú tienes tu vida y yo la mía y nuestras vidas no tienen nada que ver, pero las dos -o los dos- sabemos que estamos ahí. Cuando quiero que seas feliz aunque yo no me entere, cuando me duele que las cosas te vayan mal y no está en mi mano que te vayan mejor. Y cuando tú te alegras de que yo sea feliz, aunque mi felicidad te robe mi tiempo. La amistad es un lujazo para disfrutar y nunca se debe poner a prueba. Estoy por decir que si se pone en duda, si es necesario demostrarla constantemente, deja de existir. Porque en definitiva consiste en estar cómodo, con el alma en zapatillas y sin maquillar.

No quiero parecer cínica pero me duele mucho el hombro y el médico me ha recetado un relajante muscular.