viernes, 18 de septiembre de 2009

TAL DÍA COMO HOY

Hace dicisiete años era viernes, como hoy, cenaste boquerones fritos -¡lo que te gustaban!- y protestaste cuando te mandé a la cama; luego entré a darte un beso y dormías como un sol; lo que pasó después, cuando a las cuatro de la mañana viniste a mi cuarto y todo lo demás, no quiero recordarlo. Al día siguiente era sábado, como mañana, y Marta iba a celebrar que cinco días más tarde cumplía doce años. Cuando por la tarde sus amigas llamaron al timbre con un regalito en la mano, nadie abrió la puerta; nadie había preparado las mediasnoches ni los sandwichs ni las patatas fritas ni los ganchitos. No había tarta ni velas ni felizfelizentudía. Porque para tí y para mí -y también para Marta y para todos tus hermanos y para papá y para la abuela- a las ocho de aquella mañana se habían parado todos los relojes de la tierra, aunque luego vinieron otros diecisiete cumpleaños, otras diecisiete navidades y otras diecisiete primaveras. Aunque el tiempo siguió haciendo su trabajo indiferente y las estaciones continuaron sucediéndose una detrás de otra, como si nada.

Parecía imposible, pero la vida insistió en repetirse eternamente; las mismas mezquindades de siempre, las mismas guerras u otras semejantes, las mismas injusticias, las mismas mentiras. Un disparate tan absurdo, tan descabellado, tan ilógico como tu muerte debería haber traído una transformación total de la existencia y sin embargo el mundo no cambió nada; mira las hemerotecas y verás la de desatinos que se han cometido desde entonces, una barbaridad.

¿Que si cambié yo? Pues seguramente sí; ahora me importan menos las cosas que me importaban antes, los problemas de dinero y eso; pienso que de todo se sale y si no se sale tampoco es para tanto. Ahora sé que si no me hundí entonces ya no creo que me hunda nunca y lo único que me da miedo es lo que pueda afectar a tus hermanos y a tus sobrinos. Yo he sobrepasado -espero que ampliamente- al menos dos tercios de mi vida y tú llevas en el otro lado más del doble de años de los que pasaste en éste; comprenderás que lo que me pueda ocurrir a mí me importe muy poco. Intento vivir sin meterme con nadie, amando a mi gente que es la tuya; conservando a mis amigos, si ellos quieren, claro; cuidando de la abuela que está muy mayor, disfrutando de Palomita, que ya tiene la edad en la que tú dejaste de crecer, de Marcos, de Carmen, de tu tocayo Jaime y de Almudena; escribir mis tonterías y ser moderadamente feliz con quien tu sabes, que lo sabes. Y poco más, mi niño.

Tengo que confesarte que no siempre lo llevo tan bien; cuando beso tu foto antes de dormirme hay veces que me da mucha rabia y mucho dolor y esa sonrisa estática se me clava en el alma; porque tú eras todo menos estático, tú eras un torbellino de vida, de risa, de humor, de expresividad, de preguntas, de mal genio, que también te enfurruñabas. Entonces sale lo peor de mí y me agarra una envidia negra de que Fer y Belén y Aña y Juan Luis y Gabriel y todos se hayan hecho mayores, tengan carreras, novios, planes y a tí se te haya negado todo. Pero son momentos, malos momentos. Luego enseguida oigo tu risa y se me pasa; pienso que sólo viste el lado bueno de la vida y eso fue una suerte, sobre todo para tí; para mí, ya no lo tengo tan claro.

Mañana, una vez más, iré a Sigüenza. Esa absurda ceremonia de dejarte unas flores que se mueren enseguida. Ya son diecisiete años llevándote flores; diecisiete años echándote de menos cada día.