lunes, 22 de febrero de 2010

QUERER

Si partimos de la base de que el amor no es un acto voluntario y el desamor tampoco ¿por qué reaccionamos tan mal cuando se acaba? ¿Y por qué nos sentimos con derecho a que nos amen en la misma medida que amamos nosotros? Estar enamorado es un privilegio del que se disfruta muy pocas veces en la vida, incluso hay quien pasa por ella sin conocer ese estado de alucinación que de pronto pone de cabeza todos nuestros esquemas y manda los principios a tomar viento. Y si se tiene la suerte de compartirlo con el objeto de nuestro deseo, ya es para nota.

Por eso no entiendo que cuando llega el fin se eche en cara al otro lo que le hemos dado, más si desde el principio nos ha dejado claro que él -o ella- no está en condiciones de entregarse en la misma medida, porque no quiere o porque no sabe o porque no puede o porque no dispone de igual potencial. Le dimos lo que quisimos darle; es más, lo que necesitábamos dar porque nos iba a reventar algo por dentro, nos rebosaba por todos los poros del cuerpo y del alma y volcar toda esa energía amorosa en la persona amada nos hizo felices. El otro -o la otra- se limitó a recoger lo que le estábamos echando encima y, claro, a usarlo y disfrutarlo porque a nadie le amarga un dulce y, a su modo, también nos amaba. Pero fue libre de tomarlo o dejarlo y no pudo decidir amarnos porque eso no se decide, simplemente se siente o no se siente, de la misma manera que nosotros tampoco elegimos amarle.

Tengo para mí que en el dolor que deja una ruptura al miembro de la pareja más enamorado y por lo tanto más débil, hay también un componente de amor propio, de fracaso en el reto personal de enamorar al otro -¿que no me quieres? ya verás tú si me quieres o no; te vas a enterar de lo que vale un peine- de pérdida de nuestra autoestima como seductores. Y esa es precisamente la parte más sórdida de la historia, la que pone un fondo musical de tango o de ranchera, de agravios y traiciones; la que da lugar al rencor y a cuestionarnos si merecía la pena entregarse así. Si esta parte no existiera la cosa sería mucho más soportable, tendría la dulzura de la nostalgia, incluso sería placentero recordarlo y nos consideraríamos afortunados por haberlo vivido. Aunque no fuera eterno.